En la playa (5): los muertos vuelven

Caminar por la playa con Felipe, el chihuaha, se hace casi imposible. Todo el mundo le hace fiesta, se frena, lo acaricia, lo quiere agarrar. Qué lindo. Es adulto. Qué edad tiene. Cómo se llama. Más que caminata por la playa, es un tour promocional de Felipe. Y encima Felipe es simpático, social, relajado. Si le acercás la mano, te la chupa. Si se acerca un perro cinco veces más grande que él, en vez de asustarse, precavido, quiere jugar.

Pero no es solo que la gente se acerca (mayormente mujeres y chicos), sino que Felipe es más un chihuahua, una máquina de recordar. La gente habla de sus chihuahuas. Yo tenía uno igual, empiezan, y siguen con la biografía del chihuahua de su vida. Hablan para sí mismos, y con sus propias emociones y recuerdos. Ni siquiera registran que Felipe tironea de la correa o que la dueña del chihuahua sonríe cortésmente, pero aburrida de la rutina de asociación libre canina.

Caminamos por la playa con Felipe. Y aparece una mujer, una señora mayor, que logró el prodigio de que las ojotas, la malla, el pareo y el sombrero todos presentes distintos colores y distintos estampados. Ay, yo tenía uno igual igual, dice. Mirá, dice, y saca su celular. Tiene de fondo de pantalla un chihuahua parecido a Felipe. Era divino, dice, hasta que lo picó una cobra y lo mató. Se lleva las manos a la cara y se pone a llorar, en silencio. El marido le pone la mano en el hombro y se la lleva. Me dan ganas de preguntarle donde vive, porque una cobra no te la cruzás en cualquier barrio. Quizás debería mudarse, no sé. Pero ya se fueron.

Caminamos un rato más en silencio y después pegamos la vuelta. Cuando volvemos vemos a la mujer y al marido que vuelven, ella sigue mirando hacia abajo, y el marido nos hace el gesto de que no nos preocupemos, que ya se le va a pasar.

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