Perdón

Aparece flotando en el mar de cabezas, iluminado-oscurecido por las luces del boliche, se frena y me mira, y sonríe, de frente, solo con la mitad de la cara, y la sonrisa se interrumpe justo en el medio, como una Mona Lisa partida al medio, del otro lado la cara sigue como un emoticón de boca horizontal, como un guioncito: de este lado sonrisa curva, del otro lado parco guioncito.

Su mano en mi cintura, mi mano en el hombro. ¿Todo bi—?, voy a preguntar, pero él interrumpe. Perdón, estoy re en pedo, dice. Veo, digo. Igual estás en un boliche, le digo, no en el entierro de un amigo escribano. No sé por qué me sale siempre lo del escribano. Pobres escribanos. Y apenas lo digo pienso que si se te muero un escribano amigo, y es muy amigo o muy escribano, emborracharse podría ser una respuesta adecuada.

Perdón, vuelve a decir. Este será nuestro patrón de comunicación, pienso, nuestro destino: él va a confesar y a rezar, a pedir perdones, yo voy a tironearlo para tratar de izarlo desde el abismo del que cuelga, como si lo sostuviera en una película de acción mala, escurriéndose sus dedos entre mis dedos. No te preocupes, le digo. No me escucha, solo baja sus ojos de mis ojos a mis labios y se acerca milimétricamente, peón cuatro rey. Me tira la boca, pero frena a dos centímetros, ahora tengo los ojos encima de los ojos como halos, como luces, ciervo cruzando la ruta, enceguecido de luces altas, circule con precaución. Besar besa bien, con un reborde de cerveza, el alcohol y la amargura como lubricante social, esparcido, untado sobre todos nosotros acá en el boliche, como tostadas recién saltadas de la tostadora.

Mano en la cintura, pero no es él, es alguien que quiere pasar y pasa, y el gesto es el del permiso pero también el de vení para acá, vamos, no te beses con ese. Yo ahora tengo la mano en el cuello del amigo del escribano, en un gesto exagerado, apenas lo hago me pregunto y me divierte preguntarme para qué, y el tipo me toma de la cintura, y las dos manos distintas de los dos tipos se tocan por un instante y se repelen, como si se encontraran afanando. Me doy cuenta de que es pelado de tocarle el cuello, porque no tiene pelo hacia arriba, y se me escapa una risa adentro de la boca del tipo, porque buscándole el nacimiento del pelo termino medio tocándole la pelada, casi lustrándola, y me acuerdo de Mary Poppins, cuando los pibes para hacer volar la cama frotaban uno de los postes, una de las bochas de esos postes.

Mejor me voy, pienso, porque le pelado medio me gira, y me inclina, ya parece un paso de tango o un beso de los años cincuenta hollywoodense. Me desprendo, le doy una palmadita, en la cintura, y me alejo.
Avanza el tiempo y cambia la música y las luces, como glaciaciones, tectónico, moviéndonos el piso, en leves ajustes, derivas continentales, y acá está el pelado de nuevo. ¿Todo bi—?, digo. No, me dice. Se me murió mi perro hoy. Pienso en el entierro del escribano, en mi chiste de hace un rato. Pienso si no fui yo el que volvió a traerle el perro muerto cuando el tipo había ahogado el recuerdo en alcohol. Bah, estaba viejito ya, dice. Y lo tuviste que poner a dormir, digo. Me mira y no me entiende. Y yo me doy cuenta que la expresión es inglesa y acabo de traducirla estúpidamente al castellano.

Poner a dormir. Como si le leyeras un cuento al perro agonizante, y cuando se duerme lo arroparas, acomodaras el borde de la frazada como un friso en el borde de la cara, y retrocedieras hasta el pasillo, apagaras la luz, y te alejaras por el pasillo. Tiene otra vez la cara partida por la mitad, pero la sonrisa ahora está del otro lado, y la otra parte de la boca hacia abajo: la tragedia y la comedia juntas, reunidas en el centro de la boca como un besito. Le queda bien, a este tipo le queda bien. La simetría como parámetro de belleza está sobrevalorada, pienso, como si la belleza fuera un boludo inseguro que necesita que lo confirmen, cuando es más interesante si los dos lados de la cara son independientes, si uno comenta o refuta al otro.

Lo abrazo. Primero despacio, después bajando las manos hacia la base de la espalda, y se me escapa un masaje leve, y el tipo arquea la espalda como un perro que se despierta y se estira. Me apoya la cabeza en el hombro como para dormirse, pero me pasa la lengua por la transpiración. Me da cosquillas y pienso mejor me voy. Y me voy.
Avanzan y retroceden oceános y pantanos, revientan volcanes como granitos de pus, y de vuelta el pelado aparece oblicuo, entre la gente que gira con la cumbia, brillantes en su sudor, anaranjados, al spiedo. ¿Todo bi—?, digo, y me interrumpe: soy viejo ya, me dice. Antiguo, le corrijo. Eso pretendió ser un elogio, pero no estamos en la feria de San Telmo. Igual él no me escucha. Tengo 56 pero se me re para, dice. No parece de 56, y casi se lo empiezo a decir, pero estoy podrido de que siempre volvamos a chupar de la fuente de la eterna juventud, y de que el mejor elogio para alguien que tiene 56 es que no lo parece. Así que no digo nada. Perdón, vuelve a decir. Estoy muy borracho. Relajate, le digo. Me pregunto si el imperativo del verbo relajar tiene algún sentido, si alguien alguna vez se relajó porque se lo pidieron. Pero se me re para, dice, mirá.

Dice mirá y no se mueve, y estamos a pocos centímetros, y supongo que quiere que le mire el bulto, cosa que me da una fiaca infinita. Casi lo corrijo y le digo querés decir tocá, porque ver no creo que se vea nada. Pero no me agarra la mano ni hace nada, se queda ahí inmóvil, y tira un poco la cabeza para atrás, como diciendo hacé de mí lo que quieras. Claro, pienso, le masajeé la espalda y ahora quiere el final feliz. Me río, le doy una palmadita en el hombro. Cuánto laburo, pienso. No sé qué significa “laburo” exactamente, si me refiero a la laboriosidad de este tipo encarando, pidiendo perdón, esgrimiendo sus años y sus erecciones, o yo, maniobrando una coreografía trabada, de huída y retroceso, de arrastre y abandono.

Todo esto que hacemos acá abajo, cuánto trabajo, edificios que se vuelven ruinas, herramientas que se oxidan en cajones en garages, abrazos y caricias y besos borroneadas apenas se escriben, como un zurdo con la 303 que escribe encaramado al papel para esquivar su propio puño que borronea. Me quedo mirándolo a los ojos, y las dos secciones de su boca se alinean, la de este lado y la de aquel arman una curvita. Me da una palmadita en el hombro él, se sonríe todavía un poco más, baja la mano a mi cintura como pidiendo permiso para pasar, y se va él, sin pedir perdón.

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