Antiflama

Son las 7 de la mañana y se prenden las luces del boliche, y la gente deriva hacia el guardarropas, y después a las distintas puertas, bloqueadas por los de seguridad, que con un gesto marcan que se sale por allá. Yo salgo con un grupo de cuatro, con los que estuve bailando en la última hora, con interacciones corta pero efectivas: tenés fuego, gracias por el chicle, me salvaste, qué buena fiesta, siempre vengo, el show está bueno pero es muy largo.
Uno tiene sombrero de cowboy y por abajo le cuelga una cola de caballo canosa, otro es centroamericano pero cuando le pregunté de qué país era me abrazó y no me contestó y no me soltaba, otra es una torta musculosa que cada tanto me dice chabón y me pega una piña en el brazo y otro es uno de traje que parece llegado de un casamiento y está tan duro como un muñeco de torta. El muñeco de torta es el que tiene plata, invita tragos a todos, y por eso tiene la voz mandante y mandona.

En la vereda se amuchan por el frío y quieren ir a un after. Me preguntan a mí para dónde ir. Les digo que los que conozco están cerrados, que es muy tarde, que es día de semana, pero bueh, probemos, dicen, y paran un taxi y tratan de subir todos. Y yo aprovecho para hacer mutis por el foro. Pero no, no seas mala onda, vamos todos, dicen, igual el taxista no quiere subir tanta gente, así que caminamos.

Los porteros baldeando veredas, la gente esperando el colectivo para ir a laburar, y la conversación fragmentada, incoherente, la frase buena onda repetida muchas veces. De pronto, del otro lado de la calle, un bar con los vidrios negros, se escucha música adentro, pero la puerta está cerrada, ni siquiera tiene cartel o nombre. El muñeco de torta se asoma por la puerta y lo frena enseguida uno de seguridad. No chicos, ya cerró, vuelvan otro día. El muñeco de torta pide entrar un ratito, no seas malo, paso yo solo, ellos se van igual. Qué poco solidario. El centroamericano se le sube a cococho y trata de negociar con el de seguridad desde ahí arriba. Saca del bolsillo un par de papeles verdes. 100 dólares, te doy, le dice, 200 dólares, dale bro, buena onda, insiste.

El de seguridad empuja un poco y les cierra la puerta en la cara. La torta me mira de arriba a abajo, parpadea en la luz plateada, me ve, y me dice vos usás campera aviadora como yo, chabón. Sí, le digo. Qué capo, chabón, dice. El centroamericano se acerca, y le digo Braian, guardate esa plata, varón. No sé de dónde sé que se llama Braian, pero sí, se llama Braian. Tiene los billetes en la mano, los sostiene con dos dedos, como pescaditos recién sacados del agua. Se ríe, está en mangas de camisa arremangada, linda camisa, fucsia, entallada, los botones abiertos y la línea de los pectorales oscurecida, tiene las orejas paradas. Se te pararon las orejas, le digo. Son así bro, dice. Mirá, dice la torta, y me agarra del brazo de la campera. Estirá el brazo, dice. Exige. Estiro. Prende un encendedor, me lo pasa por debajo de la manga de la campera. Nada. Es antiflama, es lo más, dice. Cuando mi novia prendió fuego la casa me puse eso y me escapé. Es lo más esa campera.

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