Alfajores

No sé cuál será la estadística exacta, pero los hombres gays lo sabemos: no importa dónde vayas siempre habrá peluqueros gays, azafatos gays y recepcionistas gays. Es un lugar común, pero es irremediable y es cierto. Seguro que hay numerosas tesis de doctorado al respecto. Será que las tres profesiones combinan dos habilidades recurrentes en el mundo carolo: la atención al cliente y la atención al detalle. Si sumás ambas cosas te da esto: somos buenos respondiendo a clientes hinchapelotas (y por eso hay muchos productores, modistos, vendedores, etc, gays). INADI, vengan de a une.
Quizás seamos buenos en atención al cliente, porque desde chicos tuvimos que prestar mucha atención, no al cliente, sino a los que potencialmente podían cagarnos a trompadas. Aprendimos a leer gestos y señales, de peligro, físico, específico, incluso antes de que aparezcan, una alfabetización que se pulió y se refinó para detectar la violencia incluso cuando todavía es incipiente. Y también, por el lado positivo, tuvimos que educar el gaydar, ese radar que nos permite detectar otro gay, apenas en un parpadeo. Aunque hoy ya resulta más difícil, y la bienvenida ambiguedad de los más pendejos produce lecturas borrosas, desconcertantes.
La atención al detalle es más difícil de explicar, pero supongo que si uno vive bajo amenzada (de homofobia), está obligado a desconfiar y revisar, a volver a mirar, a examinar, no se puede dar el lujo de la despreocupación. Pero bueh, estas son hipótesis débiles, y conviene que vuelva a mi hotel y a mi viaje a Santa Fe.
Acá estoy, entonces, en Santa Fe, en un hotel boutique, y cuando toco el portero eléctrico, y cuando me abren la puerta con un zumbido, y cuando empujo la puerta y entro me encuentro con el susodicho recepcionista de hotel gay. Es un chico joven, morocho, de barba candado (¿puto cantado?), y ambos, de acuerdo a lo arriba explicado, nos miramos unas pocas micronésimas de segundo y nos trasmitimos telepática e inmediatamente el mensaje ah, sí, este es gay. Me toma los datos, me da la bienvenida, me entrega las llaves con un gesto levemente bamboleante.
Me indica que mi habitación es la 4, que está en el primer piso, y como tengo un valijón de 14 kilos y medio (el máximo era 15), y una mochila gigante y pesada (que por suerte no pesaron pero seguro ronda el máximo de 10 kilos) y una bolsa donde cargué un par de cosas más, le pregunto si hay ascensor.
Me indica que atrás mío, y yo giro para encontrarme con algo que pensé que era una columna. Pero no, es una especie de tubo oscuro, y el pibe se acerca y lo abre, con un gesto de pero che, parece que aparte de gay sos medio boludo. “Es hidráúlico”, dice. No sé cómo interpretar ese dato, que me suena vagamente erótico, así que respondo de manera menos técnica y más televisiva. “Parece un batitubo”. Se ríe, y abre la puerta curva, yo empujo todos los bártulos, y subo hasta la baticueva. Ese día duermo todo el día, así que no lo veo más.
A la noche salgo a comer, y al volver, ya bastante después de la medianoche, veo que sobre un estante hay unas cajas de alfajores santafecinos. Sé que soy insomne y que necesito algo dulce para la noche, así que le pregunto si puedo comprar una caja. Me dice que sí, que claro. Agarro una caja y es entonces cuando me pregunta: “¿Te los subo?”. Me quedo duro, y quizás sea una alucinación auditiva leve, pero lo dice con un tono medio afectado, y no sé si esa afectación es de atención al cliente y al detalle o de invitación porno soft a meterse en mi habitación a la 1 de la mañana. Me río, me pongo colorado, y digo: “Ehhh, los puedo subir yo”. El pibe se ríe y aclara: “Si te los SUMO, a tu cuenta, acá en el hotel”. “Aaaah”, respondo yo, “entendí ¿te los SUBO?, y te iba a decir que no, que supongo que no son muy pesados”. Nos reímos los dos, yo mucho más incómodo que él. Y no da para esperar el batitubo hidráulico, así que subo dando saltitos ágiles y rápidos la escalera, dejando una nubecita de polvo flotando en el aire como Speedy Gonzalez.

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