Mi censo hot

Estaba yo soñando con un harén de brasileros bailando en sunga flúo cuando sonó el timbre. Tardé en reaccionar, en izarme desde las brumas del sueño, en revolear la caipiriña y manotear el celular de la mesa de luz. Las 9:04 de la mañana, habrase visto, esta no es hora para que llegue el censista. Corrí hasta el portero eléctrico y levanté el tubo. Una voz de tanguero me anunció que venía por el censo.

– Ah sí – dije -, ¿te puedo dar el código?
– ¿Podría bajar por favor, así le hago unas preguntas?

Y bueh, manoteé un jean, me puse un buzo con la remera ya adentro, me tiré agua fría en la cara, me calcé unas ojotas y bajé. Ya desde la puerta del ascensor se veía un tipo alto, con un jopo enhiesto perfecto, una pelambre que brillaba contra el fondo gris de la mañana. Estaba de espaldas, tenía espalda ancha y cintura marcada. Y odié el invierno que obligaba a la campera en vez de musculosa y shorts.

– Hola, sí – dije, y el tipo giró en cámara lenta. Lindos ojos, lindas cejas, lindo puente de la nariz. El barbijo escondía el resto, pero me lo imaginé hermoso.
– Vengo por el censo, dijo – y se abrió la campera. Por un segundo me imaginé que vería su pecho peludo, pero no, me mostraba la pechera oficial. Y me mostró la credencial. Hugo no sé cuánto. Hugo es el mejor nombre para una fantasía porno.
– Ah, muy bien – dije yo. ¿Muy bien? Me quedé medio embobado hasta que reaccioné -. ¿Te digo el código?
– Sí, por favor.

Se lo mostré desde el celular, y se lo deletreé. Ponía tanto cuidado en encajar cada dígito y letra en el casillero ínfimo con su lápiz Faber-Castell HB que me dio ternura, y me dieron ganas de besarlo. Los nudillos de los dedos estaban blancos de cómo empujaba ese lápiz. Tanta intensidad malgastada.

– Listo – dijo, y apuntó contra otra sección de la planilla -. ¿Cómo se identifica, como hombre, como mujer o como…?

Pensé en responder “lo que vos quieras” pero me contuve.

– Hombre.

Marcó algo en la planilla. Me quedé esperando, lo que seguramente fue unos pocos segundos. Agradecí tener el barbijo, y así estar obligado a solo controlar mi mirada y no el resto de la cara.

– ¿Listo? – pregunté, ansioso.
– No, tengo que entrar – dijo él.
– Ah, sí, dale, genial – ¿genial?

Fuimos hasta los ascensores y pensé que Hugo subiría en uno, y yo en otro, pero se metió atrás mío. Es un ascensor chico, y el tenía una mochila gigante, así que quedamos casi trabados, con su cara a pocos centímetros de la mía. Los botones habían quedado atrás de él.

– Esperá – dije, me estiré, le pasé la mano por atrás, y apreté el 5. El ascensor pegó un respingo y empezó a subir. Fueron unos pocos segundos, que se hicieron largos. Pensé en decir algo (“qué frío, ¿no?”, “¿empezaste temprano?”, “¿querés ser mi novio?”) pero me callé. Y los dos subimos mudos, revoleando los ojos, respirando en nuestros barbijos.

Al llegar a mi piso abrío la puerta con su característico ímpetu y le señalé a un costado, al final del pasillo, mi puerta. Avanzó hacia ella y yo busqué la llave. La espalda ancha, el metro 85, la nuca con el pelo cortado al ras, el cuello que se prolongaba en su espalda abajo de la campera, el culo duro. En una de los hilos del multiverso yo lo hacía pasar y revoleábamos los barbijos, las planillas, y los modales, pero en este despegó un sticker y lo pegó abajo de la mirilla.

– Listo, ahora sí – dijo -, gracias.
– A vos – dije yo , chancleteando hasta mi puerta.

Desde atrás de la mirilla lo vi tocar el timbre a la vecina de al lado, que salió envuelta en un deshabillé rojo, la atrevida.

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