Alocadas aventuras en el vacunatorio

Llego puntual a la maternidad, tengo turno a las 11 AM, y cuando voy a entrar aparece un gordo de campera negra y me frena. Me pide el documento, y gruñendo me dice que “va a tener que esperar”. Hay una especie de corralito de sogas con unas sillas al sol, y supongo que tengo que esperar ahí, pero el gordo ya desapareció. Intento rodear el ring de sogas, y justo cuando estoy por levantar la pata escucho la misma voz gruñona que desde atrás me dice “por acá, señor, por acá”. El “acá” es la misma soga de todos lados, pero él la descuelga y casi me empuja al ring.

Otra gente igual de perdida llega, se enfrenta al hueco de la entrada vacía, se asoma, en la oscuridad parpadean unos ojos frente a una pc, pero nadie osa decir palabra, así que la persona que viene a vacunarse responde con zozobra perpleja. Sí, señora, es ahí, espere que ahora viene un señor, digo yo. El “ahora” son varios minutos, y la gente va y viene sin saber muy bien qué hacer. Pasan los minutos y ya somos unos 10 titanes en el ring.

El gordo sale bamboléandose, refunfuñando, y nos hace un gesto de que vayamos. Nos abre la soga, nos señala una puerta y nos dice “esperen ahí”. El ahí es un salón cerrado, salvo por la puerta por la que pasamos. Sí, hay algún ventilador prendido, y la ventana abierta. Pero no da meter a 10 personas de riesgo que vienen a vacunarse ahí. Espero 5 minutos, 10, 20. Salgo del salón, y apenas pongo el pie al aire libre el gordo me dice que “señor, tiene que esperar ahí”. Le digo que voy a esperar acá afuera hasta que me vacunen. Una señora me agradece y dice que menos mal que usted se animó.

El gordo aparece al rato, y pregunta al grupo: “¿ustedes están para vacunarse?”. No sé si tendrá un gemelo idéntico, pero este es el mismo señor que tiene nuestros documentos y que nos indicó precisamente que esperemos acá. Dado que es una maternidad, supongo que la única otra alternativa sería que estemos todos por parir, y casi abro la boca para comentar algo al respecto, pero mejor no.

A los 20 minutos vuelve a aparecer y a preguntar si ya estamos vacunados. La gente, azorada, responde que no. La prolongada espera genera una abrupa intimidad, o será la angustia, y a varios les pega charleta. Al lado mío se sienta un señor de boina, con el barbijo colocado de manera intrincada, que le tapa gran parte de la cara pero no la boca ni la nariz. Eso sí, le da un halo misterioso. Cuando entró saludó de manera cantarina, es de esos que saluda a repetición, en metralleta: Hola, buenos días, ¿cómo están, bien?

Una señora se queja de la aplicación y la notificación que nunca le llegó. Como tiene tiempo para explayarse ya contó que el sobrino le bajó la aplicación, le llenó el formulario, que ya la semana pasada la llamaron pero no era ella, que le dijeron que venga acá, pero que parece que ahora sí. Otros intentan explicarle que tiene que “revolver la basura del correo”, y que “está en los no deseados”. La mujer interpreta toda esta jerga de manera caprichosa y opta por ofenderse. A mí me dijeron, a mí me dijeron, se queja. Cuanto más le explican, más se siente víctima de un abuso conspiratorio.

El de la boina se ríe, y dice que él quiere vacunarse, pero nos pregunta a los demás si tenemos miedo. ¿Miedo de qué?, dice una señora que estuvo dura, inmóvil, desde que llegó. Es más, pensé que estaba dormida, tiene unos lentes muy oscuros, es muy flaca, podría ser un friso de la pared, una gárgola. Del pinchazo, dice el de boina. Y se ríe a carcajadas. Hay otro que del otro lado de la habitación tiene el mismo ataque de risa.

Ahora todos se lanzan a encuestar quién de los parientes se dio la china o la rusa. Y los parentescos se ponen cada vez más bizantinos: mi prima dijo que la de enfrente se dio la china pero la tía se vacunó con la rusa, porque vive del otro lado de la vía. Se suscitan varias teorías acerca de la correlación entre el trazado urbano de vías y avenidas y la propensión a vacunarte con una o con otra.

Por la ventana entran chorros de sol, y yo sigo el devenir de los puntitos de polvo microscópico que flotan. De esa nube dorada surge mágica una enfermera con una bandeja de plástico marrón oscuro, una de esas del McDonalds. Ahí arriba están los frasquitos que contienen la poción cirílica y las jeringas – varitas mágicas. Con un tono de maestra jardinera nos pregunta cómo están todos, y entona un speech que nos manda directo a salita naranja.

Pero no hay caso. Apenas nos dice que “nos toca la Sputnik”, el de boina pregunta si es la china. Cuando pregunta si alguen se dio la vacuna de la gripe recientemente, varios se largan a contar que tienen la doble, si la Sabin se sigue dando, yo la hepatitis no sé cuál de las dos letras. Presten atención, insiste Jacinta Pichimahuida, no hay caso, tengo que explicar todo quince veces. La segunda dosis puede tardar varias semanas, es normal. El de la boina ahora levanta la mano para hacer preguntas. Pero cuando se las responden sigue con la mano levantada y pregunta otra. Dice que toma calmantes, que toma para la tiroides. Jacinta insiste con que todo lo que toma lo siga tomando, pero el de boina necesita confirmación específica sobre cada ítem, y su lista de dolencias medicadas es apabullante.

Algunas no se las acuerda, y haciendo un gesto hacia la ventana, le pregunta a Jacinta si quiere llamo a mi sobrina que está acá afuera porque yo no me acuerdo, ella tiene todo anotado. Jacinta insiste con que quédese tranquilo. Sobre la bandeja de McDonalds ya están las jeringas, y los bollitos de algodón mojados en alcohol. Toda esa acumulación que desborda la bandeja me hace dar ganas de pedirle papas grandes y dos sobrecitos de mayonesa y de ketchup.

Descúbranse el hombro, dice Jacinta. Hace tanto que no tengo sexo que la propuesta me suena sensual. El pinchazo, sonamos, dice el de boina, y por fin se calla. Estamos todos sentados en ronda, retrocediendo hacia las prehistóricas cavernas, convocados alrededor del fuego sagrado de la vacuna. ¿Empezará por mí, o por la gárgola de lentes oscuros, y avanzará en sentido horario o antihorario? Hay una leve pausa que parece durar años, la enfermera levanta la aguja que titila contra la luz del sol, y se detiene súbita. Señora, vistasé, por favor, dice con firmeza. Del otro lado del salón hay una mujer en tetas. Bah, lo primero que veo son sus tetas que, efecto de la distorsión de mi percepción parecen rozar el piso. Una especie de tótem diosa de la fertilidad, pero de tetas caídas.

La señora vino con una polera de cuello altísimo, y respondió a la orden de descubrirse el hombro poniéndose directamente en bolas. Tiene el corpiño puesto, pero la teta igual cae. La fuerza de gravedad vendrá por todos, primero vino por esas tetas, y yo la ignoré, según dice ese texto de Brecth, pero vendrá por todos.

Nadie se ríe, hay un silencio respetuoso en la sala, todos la entendemos, nada, ni los pruritos del pudor se interpondrán entre yo y ese pinchazo. La señora maniobra para volver a meter la cabeza por la polera y está claro que no puede sola. Las dos mujeres de los costados la ayudan, aunque de este lado se ve como si le hubieran saltado encima y estuvieran ahorcándola. Le tienen que tirar del pelo, empujar la cabeza, y pasan varios segundos a pura contorsión y lucha libre. Ahora sí, dice la señora cuando finalmente logra recuperar el aliento y saca la cabeza por el agujero de la polera. Tiene el pelo todo revuelto después de tanto forcejeo, y ella se aplana la coronilla, como si con ese gesto baladí recuperara su dignidad.

Ahora sí, el pinchazo, vuelve a decir el del boina. Pero lo que sigue es anticlimático, un pinchazo corto, certero, y varios que parecen hasta quejarse de que no duele nada, desanimados. No puede ser que este pinchazo de morondanga te salve la vida, dónde están la sangre, el sudor y las lágrimas, carajo. La enfermera estira apenas el cuello de la de polera, y pareciera que la señora era simplemente una exhibicionista.

Apenas le dan el pinchazo la señora que no recibió la notificación vuelve a quejarse, a pedir explicaciones, a exigir que le llegue aquel correo que nunca le llegó. Ya está vacunada, señora, le dice la de anteojos oscuros. Pero ella igual quiere esa notificación.

El de boina respira hondo, estira el cuello para mirar para otro lado, y la enfermera le tiene que indicar que ya le puso la vacuna, que ya está. Ah, ¿era eso solo?, dice él, risueño, al final me gustó, agrega. Qué lindo ver nacer un morbo.

Conmigo cierran la ronda. Y el hada enfermera se descompone en partículas de luz y sale de la sala. Deja tras de sí una planilla y una serie de formularios con declaraciones juradas. Tienen que esperar 15 minutos antes de irse, indica. Y cuando una de las mujeres, ansiosas, intenta escaparse cual Cenicienta vacunada, el gordo le bloquea el paso y la obliga a retroceder.

Hay varias disquisiciones sobre cómo llenar nombre, apellido, dirección, localidad, y firma, en un espacio de centímetro y medio. La gente termina apilando todo en un jeroglífico. La declaración jurada indica unas pocas opciones de riesgo, y el debate encarnizado es ahora acerca de qué categoría asignarle a la miríada de comorbilidades.

El de boina se me acerca y me pregunta en voz baja si lo puedo ayudar a llenar el formulario. Le digo que sí. Me aclara que no sabe leer ni escribir, y que se asomó y no encuentra a la sobrina. Se pasan así los quince minutos y finalmente aparece el gordo repartiendo documentos y certificados, la multiplicación de los peces y los panes Sputnik. Cuando salgo el sol me pega un cachetazo en la cara, y me siento caminar distinto, embobado, como si me hubieran puesto un chip. No es un buen presagio que me estén dando unas súbitas ganas de leer a Dostoievsky.

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