Perder el juicio

[15 de Noviembre de 2000, San Francisco, California]

Me sacaron dos muelas en 7 días. La de juicio de arriba, la de juicio de abajo, hay una vieja pelando ajo. Creo que la de abajo fue la que se rebeló y se inflamó inicialmente y la de arriba martilla que te martilla ayudó en el proceso; al final hubo que extirpar las dos. Les cuento en detalle el primer extirpe.

Antes del desgüase me peleé durante dos días con las empleadas eficientísimas de Assist Card que no podían encontrar un dentista un sábado en San Francisco. Estuvieron 7 horas buscándolo sin resultados. Yo estaba dispuesto a hacerme atender ese mismo día, sin tener que aguantarme el aguijón punzante que me taladraba la vida hasta el lunes. Con la guía telefónica encontré un dentista en 7 minutos. Me enojé, pedí hablar con el encargado, les pedí el nombre, el teléfono, la contraseña y al final aflojaron: conseguí todo lo que quise: ir al dentista el sábado a la tarde, elegir el dentista yo, y que pagara Assist Card.

Con el dolor serruchándome el cráneo caí a la clínica dental. Todos hablaban en un idioma extraño, gangoso y en la mesita de la sala de espera había revistas con alfabetos cuneiformes. Eran rusos. Me atendió un fortachón moscovita, me dí cuenta pronto de que me resultaba interesante esto de tener un dentista cosaco. Me sentó en el silloncito maquiavélico y me hablaba con acento ruso muy pronunciado mientras yo sonreía alelado. Habrá pensado que el susto me había dejado mudo. Agarró el control remoto del televisor y cambió canales hasta que encontró el Food Channel. No había forma de esquivar la pantalla ya que tenía la cara casi metida en el tubo de rayos catódicos. Para horror mío la receta del día exigía el desmembramiento lento de algún pajarraco (¿pavo? ¿ganso?), con todo tipo de utensilios plateados. Para peor los utensilios culinarios eran de un parecido escalofriante con los que yacían a centímetros de mi nariz sobre la mesita quirúrgica. Cerré los ojos, me puse a pensar en pajaros pintos y me relajé, o al menos eso intenté. Cuando abrí los ojos de nuevo, el moscovita y otro gigantón jalaban con pinzas de mi boca, encaramados encima del sillón. Cerré los ojos de nuevo. Cuando los abrí, el pavo (de un extraño color carmesí) salía del horno. Tanteé con mi lengua y el hueco señalaba el hecho inapelable: mi muela de juicio se había ido para siempre. La quise ver, pero me dio vergüenza pedirla. Los cosacos me recetaron calmantes, hicieron chistes, se despidieron.

La semana que siguió fue un extraño período de conciencia ausente. Quería leer y mis ojos giraban en espiral, me bañaba automáticamente, comía todo el tiempo atún, hablaba por teléfono, andá a saber con quién. Fui a visitar a Martín y Andrés, pero ni me acuerdo que pasó. Ellos mismos dijeron que estaba ido y que el calmante tenia codeína, que era la dama responsable de mi autismo.

Al sábado siguiente el episodio del desgüase se repitió, esta vez en la parte inferior de mi boca, casi idéntico. Los cosacos encaramados, los chistes incomprensibles, mi sonrisa perruna y desconcertada. Me fui con otra baja molar y algo más de dolor. El dolor fue intenso el sábado pero se desvaneció el domingo. El lunes dejé de tomar calmantes y hoy ya no veo más taxis de papel de diario, cielos de mermelada, ni flores de celofán amarillas y verdes.

This Post Has One Comment

Leave a Reply