Domingo, 4 PM

Es domingo, son las 4 de la tarde, hace frío, pero hay sol, y no hay viento, así que salgo a caminar, por la cintura cósmica del sur, por la vereda del sol, que ya va a nacer. Camino por Santa Fe hasta Coronel Diaz, y rindo tributo a Tolón (al que llamo cariñosamente Trolón). Y Trolón (bar/restaurant) siempre estuvo para mí, estoy a una cuadra, y está (estaba) abierto las 24 horas del día, los 365 días del año. Uno puede ir ahí, y pedirse una hamburguesa a las 3 de la mañana de un martes, y te la hacen. Para las personas que vivimos mayormente de noche, eso es un montón. He tenido charlas larguísimas, de varias horas, los miércoles a la madrugada, discutiendo sobre sexo, o películas, o feminismo. Hay farándula clase B, pelados que leen libracos anchos como ladrillos, y el dibujante que dibuja de mesa a mesa, el policía que entra a pedirse a pedirse un café bien fuerte y el que te quiere vender sus poesías.
Ahora tienen las puertas bloqueadas pero podés comprar y llevarte, y sigue siendo barato. Un café con leche con dos medialunas a $100, o una docena de facturas a $200.

Hay cola. Adelante mío hay dos mujeres, cada una con un amplio carrito de bebé y un bebé adentro. Cada carrito tiene un plástico encima, y adentro duerme un bebé. Me pregunto si el bebé necesita sol, o si es la madre que sale a pasear y no tiene con quién dejar su vástago. Me pone un poco nervioso el plástico, que parece casi cerrado herméticamente. Así como está, podríamos lanzar al bebé al espacio, y ponerlo en órbita. Tirémosle la idea a Elon Musk, que está como loco con sus cohetes. Ponemos miles de bebés en órbita, que floten allá arriba unos meses, azorados por las estrellas que giran en espiral en el vacío sideral, y los bajamos cuando haya pasado todo esto. Imagino la versión cuento infantil, con sus madres remontando bebés como barriletes, que después de unos meses tironean del hilo y los traen.

La gente se acumula en la vereda, porque es domingo, asociamos facturas, y una docena a $200 es una ganga en Palermo. Eso sí, todos tenemos problemas con la tecnología, y parece que la cola como tecnología no funciona. La gente no sabe hacer cola, y termina todo en muchedumbre, y encima cuesta comunicarse, la gente está amordazada por su barbijo, y le habla a otra gente que tiene los auriculares puestos. Deberíamos aprender Morse y comunicarnos a través de parpadeos. Encima una vieja decidió empoderarse y quiere sentirse plena y libre en la elección de las facturas. Del otro lado del vidrio está el empleado, y de este lado ella con el barbijo puesto, y pidió una docena y quiere cada factura distinta, no, esa no, la que tiene dulce, no, la de al lado, no, la medialuna de manteca, ah no, sacá esa que ya tengo. Respiro hondo: yo te creo, hermana, estás sobrecompensando, te sentís tan vaciada de control, que lo vas a ejercer todo ahora, y crema pastelera o membrillo es cuestión de vida o muerte, y vas a militar esto más que el sufragio femenino.

Me pongo los auriculares y escucho la entrevista a un escritor que ganó un premio. Habla solo, y pienso qué gran habilidad esa de hablar solo y que sea interesante. Me gusta escuchar gente hablando mientras camino, porque lo que me cruzo ilustra o comenta lo que voy viendo mientras avanzo. Por ejemplo, veo muchos perros cagando. No sé si los perros están cagando más por el frío, o cagan más porque los tiene más tiempo encerrados y cuando salen se desquitan, o si como la vieja de las facturas, es su manera de empoderarse.

Yo no tengo perro, y me molesta ver tantos soretes saliendo de culos de perros. Porque además los perros, no sé si también es una tendencia nueva, cagan en el medio de la vereda. No cagan cerca del cordón. O quizás los dueños culposos no quieren arrastrarlos hasta el cordón, pero cagan en el medio de la vereda. Pobrecito, el perro en cuarentena, encima que no lo saco nunca, dejalo que cague donde quiera. Así que cada media cuadra veo una tira de mierda saliendo del culo de un perro, como un globo de historieta saliendo de la boca. Me pregunto si esos soretes dirán algo. El dueño está ahí atrás presto para envasar el sorete en una bolsita, pero me pregunto si no es hora de pedir que salgan con un biombito, o una cortinita, y les den un poco más de intimidad. Nah, el problema lo tengo yo, pobre animalito que cague donde él quiera.

El escritor que ganó el premio está ahora contestando preguntas del público. Y alguien le pregunta por su gusto por la cacería. Sí, salgo a cazar, solo con arco y flecha. Después dice que perdió el olfato de chico, por una mala operación, y que solo siente el olor de los animales, no de las personas y sus perfumes. Me meto por calles donde hay menos gente, y ya está cayendo el sol y hay menos familias dando vueltas. La gente le huye al frío, aunque sea un frío módico, como el de hoy. La luz ahora está gris, y avanzo por el damero buscando algo de sol, lo último del día, pero ya no hay. Cuando la luz cambia aparecen las verdulerías. Pienso que las verdulerías, con todo cerrado, en invierno, un domingo, son una inyección de color. Por suerte están volcadas a la calle, con los cajones colgando, toda una puesta en escena del desborde. Como si los colores rebalsaran y se derramaran: el rojo de los tomates, el naranja flúo de las naranjas, las bananas hinchadas y pecosas, la lechuga que parece iluminada desde adentro. Nunca pensé las verdulerías así, ni las sentí así. No sé si es culpa del corona, o del escritor que habla de los olores y los animales, o de que, como aquel señor cuando le acercaron el micrófono, hace 80 días que no la pongo.

Sigo cruzándome familias. La gente tiene ese empecinamiento: quieren desparramar sus genes, son todos Jackson Pollock de óluvos y espermatozoides, chorrendo por ahí. Ahora tuvieron que empaquetar a sus crías y las empujan trabajosamente en sus carritos. También hay grupitos de pibitos, incluso algunos en shorts, con este frío. O en calzas. Y si te miran apenas un segundo, hay como un hormigueo raro, porque tenés el resto de la cara tapada, y entonces la mirada es ahora intensa, todo el ancho de banda está ahí. O también un culo que pasa. O una pierna gorda. O un fleje de carne que asoma entre el pulóver y el pantalón.

Siempre de fondo, circulante, los pibes que reparten. Desde el principio de la cuarentena, siempre en el rabillo del ojo hay un pibe que de Rappi o Glovo. Es como un ballet patinado, pareciera que andan en cámara lenta, y es en bici y sin ruido, una sensación de que las cosas siguen funcionando, un sistema circulatorio. Con la cara tapada, con cierta plasticidad que les da la rutina de deslizarse, me los imagino monjes de una causa más alta.

La mayoría de la gente se porta bien, y usa el tapabocas. Algunos se lo bajan para comer algo, tomar un poco de gaseosa, fumarse un cigarrillo, hablar por teléfono. Los pocos cancheros que andan sin tapabocas o lo usan de babero o bufanda, son hombres. No hice un muestreo, pero sí evidencia anecdótica, de cada 5 cancheros, hay 1 canchera. Dejaré a los cientistas que investiguen si esto es parte del famoso lugar común: los hombres asumen más riesgos, son más intrépidos, y también más imbéciles. Pego un respingo. Un fantasma dibujado en el vidrio sucio de una ventana. Pero no, es una vieja, muy flaca, solamente su cara suspendida. La tengo demasiado cerca. Claro, la ventana da a la calle, yo camino pegado a la pared, y de pronto tengo la cara de la vieja, con los ojos muy abiertos, y la mirada vacante. No sé qué mira, y cuando yo me sobresalto ella no se mueve. Así que miro para donde ella mira, pero solo hay un container de basura.

Ya quedan pocas cuadras, y también está terminando la charla del escritor. Hay una pizzería abierta, y se ve allá atrás un tipo amasando, sucio de harina, un tacho rojo con salsa, cebollas cortadas. Al lado hay otra verdulería más, así que compro unas bananas bien amarillas, y tres kilos de naranja de jugo, bien anaranjadas, y me traigo eso para adentro.

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