El parque arqueológico de Santa Fe la Vieja (primer intento)

Al segundo día de estar en Cayastá, ya descansado, decido visitar el parque arqueológico de Santa Fe la Vieja. El Google maps me indica que estoy varios kilómetros y que caminando tardaría una hora. Así que descarto esa opción, el sol cae vertical, feroz, y eso que recién son las 10 de la mañana. Cuando reservé en estas cabañas me dijeron que me prestaban una bici, y veo que hay varias frente a la recepción. No están atadas, no hay portones, así que acá es donde hago el comentario porteño: qué relajado vivir sin el miedo permanente a que te roben.

Le pido a la chica de la recepción si puedo usar una de las bicis para ir al Parque Arqueológico y me mira con cara que mezcla piedad con incredulidad. Es muy lejos, me dice. Son 5 kilómetros, le digo, yo en la ciudad hago esa distancia o más en bicicleta, estoy acostumbrado. Me mira con más piedad todavía, y me dice que ya viene, y vuelve al ratito con el Adrián, su marido. Un flaquito con cara redonda, cara de bueno, que camina campechanamente.

Llévese la moto, me dice Adrián. Es una moto roja, no motocross sino de las que ponés las patitas hacia adelante, pero tiene cambios. Le digo al Adrián que no manejo auto, que no manejo nada con cambios. Y que me voy a matar. No, venga, es fácil, enseguida aprende. Enseguida estamos ya en la calle arenosa, y el Adrián me explica en pocos segundos cómo encender la moto, cómo pasar los cambios, cómo prender las luces (aunque estamos a pleno sol), cómo frenar, etc. No entiendo nada, se me mezcla todo. Me da verguenza pedirle que repita todo más lento, que necesito aprender cada una de esas cosas por separado. Estoy a punto de decirle que como gay mi motricidad es más apta para el patinaje artístico o el nado sincronizado, pero me abstengo.

Cada vez que me atajo explicando mi torpeza, él responde dándome más información. Acá en este reloj dice la velocidad, acá se ve en qué cambio estás. Encima la presbicia hace que vea borroso el visor. Pero bueh, me subo a la moto y hago una cuadra, básicamente acelerando, y pasando un cambio, la moto se queja, patina, y apenas acelero un poco freno, asustado. Vuelvo y le digo que mejor no, pero él insiste, y me dice que lo hice bien. (Mentira).

La única que me queda es inventar una excusa para no usar la moto: ¿y si me la roban? No, tiene llave. ¿Y si me caigo, hay un hospital cerca? Sí, hay uno. Le aclaro que es un chiste, que espero no caerme. Al final le digo que tengo que volver a la cabaña pero que en un rato vuelvo. Cuando vuelvo por suerte no está. Así que agarro una de las bicis y le digo a la esposa de Adrián que no se preocupe, que estoy acostumbrado.

Pero no, no lo estoy. Pedalear en las calles arenosas, en un bicicleta que aparte tiene cuadro chico, me hace sentir Sísifo. Empujar la arena para casi no moverse. Cuando finalmente llego a la ruta, el sol pega fuerte, y no sé por qué, pero varias camionetas 4×4 me tocan bocinazos ensordecedores. No lo hacen con las motos que pasan. Se ve que la idea de una bicicleta en la ruta es una afrenta casi personal.
No me cruzo con ningún otro ciclista. Y la verdad que la distancia es mucha.

Finalmente llego al parque arqueológico, transpirando, con las piedras agarrotadas. Las calles / arenas movedizas, el sol recalcitrante y los campechanos furiosos que me aturden a bocinazos no son la única desgracia de ese día. Cuando finalmente logro encontrar a una persona en las dos o tres casas que exploro, me dice que solo una de las tres partes que componen el parque está abierta al público: el museo. El convento y la reconstrucción de la casa están cerradas, porque el día anterior fue el cumpleaños de Santa Fe, se hicieron eventos en ambos lugares, y los están acondicionando. En vano digo que vengo desde Buenos Aires, y que pedaleé 5 kilómetros y resistí el embate de las 4×4 terminators.

Va a tener que volver a la tarde, o mañana, me dice la mujer. Eso sí, me bonifica los 100 pesos de entrada.

El museo queda a 200 metros, atravesando el campo, y cuando llego hay un matrimonio joven esperando bajo la sombra de un árbol, y sus dos hijos, que parecen gemelos. El pibe es simpático y charlatán, la mujer no tanto. Tenemos la suerte de que la guía aparece inmediatamente, y nos invita a pasar.

El museo contiene lo que se encontró en las excavaciones que se hicieron en el lugar en la década del 40: más que nada pedazos de vajilla, utensilios y armas. La guía nos hace adivinar qué es cada cosa. Una pipa. Un mate (gigante). Un pedazo de vasija. Los chicos miran en silencio, sin emitir sonido. Solo se interesan cuando aparece una gigantesca espada. Hay una reproducción de la vieja ciudad, que parece que tenía 6 manzanas por 11. Cuando los pobladores decidieron mudarse a lo que es hoy Santa Fe, lo hicieron respetando las mismas ubicaciones para la plaza de armas, las iglesias, y los solares (cada manzana se dividía en cuatro solares).

El marido charlatán insiste en trazar paralelos con la actualidad, e intenta picantear. La guía trata de esquivar los temas. Mirá vos, en esa época todos se pusieron de acuerdo para mudar en una ciudad, y hoy en día no nos ponemos de acuerdo en nada, dice. Qué raro que le hayan dado plata a este señor para hacer excavaciones, hoy en día no hay plata para nada, dice un rato después. Y sí, como ahora, comenta cuando la guía dice que las monedas que se muestran en una vitrina dejaron de usarse porque aparecieron versiones falsas de esas mismas monedas.

La visita resulta entretenida e instructiva, pero ya son casi la 1 y la guía quieren irse a almorzar o dormir la siesta. Así que le agradecemos y la dejamos ir. Yo me quedo charlando con el matrimonio a la sombra de los árboles. Él es empleado judicial (por eso están de visita en Cayastá, es feriado: el día del empleado judicial), su sueño es algún día viajar en van con su familia, pero por ahora solo puede hacer viajes cortos, a lugares tranquilos, y por eso siempre vienen a Cayastá. Son de Rafaela. No puedo evitar el tono socarrón cuando les pregunto si Rafaela es muy estresante, una locura. Y me dicen que no, pero que no hay río. Me río de janeiro.

Me dice que tiene un hermano que se mudó a capital y que se quedó pelado. ¿De hacerse problema? Sí, me dice, enseguida se quedó pelado. Y tiene 27 años, me dice. Le digo que yo también me estoy quedando pelado, pero tengo 52. Ni él ni la esposa me creen. Podríamos seguir charlando toda la tarde, son tranquilos, buena onda, y los gemelos funcionan en tándem silencioso, se complementan y se cierran sobre sí mismos. Pero se un policía atravesando el campo, viniéndonos a buscar, echándonos. Antes de despedirme el pibe me pide mi instagram, pero aunque lo tipea letra por letra, no aparecen en instagram. ¿Tendrá activado el filtro antigay? Lo agrego yo, y obvio que su instagram empieza con Juampi, porque no podía ser de otra manera. La cuenta es privada, así que recién a la tarde veo que me aceptó, y puedo chusmear su perfil: futbolero, birrero, familiero, campechano, y los destacados varias fotos en cuero, flaquito pero armadito, lampiño, y en todas esas fotos tagueada su mujer, como si fuera un sello.

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