Guinea

[11 de Mayo de 2002, San Francisco, California]

Sí, me voy de San Francisco. Llego a New York el miércoles 28 de mayo y me tomo el avión a Argentina el viernes a la noche.

Aprovecho estos últimos días para salir y disfrutar del calorcito que ya se insinúa remolón. Fui al Castro el viernes pasado luego de una ausencia prolongadísima. Y me despedí de Badlands. Badlands fue el primer lugar al que salí cuando llegué a San Francisco hace dos años. Solo, empuñando mi Budweiser light — pero el “mi” indica costumbre, acción repetida, y yo no tomo cerveza, ¿por qué inaugurar una costumbre cuando todos los relojes indican que llegó la hora de cerrar y apagar la luz? –. Chau Badlands, chau San Francisco.

Y al rato viene a hablarme un negro (pero nunca nadie me vino a hablar en Badlands, nunca nadie en dos años, ¿por qué esta gente se aparece con un ficus a celebrar la inauguración cuando yo estoy liquidando por cierre?). Y encima yo estoy en plena obnubilación con el árabe que baila solo en la pista. Pero ya sé que no hay forma de parar lo inevitable y así sigue la conversación irrelevante típica con el negro y yo medio grogui entre la cerveza, las luces, la música, Mariah Carey, el árabe, el negro, mi huída de San Francisco, la crisis de los treinta, el huracán Sylvester, la alineación de las supernovas en Alfa Centauro y la extinción de los osos bordó en Guinea.

Entre la bruma veo al negro que abre y cierra la boca como un pececito en una pecera y yo lleno lo que supongo son baches de silencio (aunque no hay silencio, hay Shania Twain) con un abanico de síes: un sí enfático (“¡Sííí!”), un sí lánguido (“Seee…”) y un “sí” neutro (“Ajah…”) distribuidos al azar. De alguna manera intento que todo este autismo funcione como Baygón y el negro vuele hacia comarcas más acogedoras, pero el negro lee todos mis gestos con los signos contrarios. Supongo que encuentra fascinante mi perfil de esfinge helada y lee en mi indiferencia una invitación al juego previo, la torpeza de las maniobras que preceden la cópula.

El tiempo se estira como un bandoneón y se vuelve a comprimir inmediatamente: no se cuántos videos de Britney Spears relampaguearon en las pantallas de video, pero cuando vuelvo a pisar tierra el negro ya pasó a la siguiente etapa: cada tanto deja caer una mano en mi hombro, o se demora con una palmadita en la espalda o me abraza con la excusa de que alguien pide pasar y “cuánta gente hoy viernes, ¿no?”. Al rato la mano cae otra vez en mi hombro, pero esta vez se establece allí con domicilio permanente.

La situación requiere inmediata atención. ¿Qué hacer? ¿La excusa diurética de “Voy al baño, ya vengo”? ¿La materialización fantasmagórica de “Creo que veo un amigo” gesto de achicar los ojos y escudriñar la distancia “ahora vuelvo”?

Pero el fantasma que se materializa es Jennifer Lopez en las pantallas y “Play” y un rayo que me cruza el cerebro (fulminando a tres osos bordós que deambulaban por ahí) y me escucho decir “¡Vamos a bailar!”.

Me tocó el único negro patadura del planeta. Poner entusiasmo pone, pero es uno de esos casos excepcionales en los que el entusiasmo y la buena voluntad son contraproducentes y lo que receta el médico es la inmovilidad, o al menos algún pasito comodín que esconda los quiebres de la rítmica rota. Jennifer va para acá, y el negro para allá o mejor dicho para todos los lugares posibles que uno desconoce que están ahí hasta que el negro con un golpe de cadera los genera en el aire y están ahí todos esos lugares llenos de minas que explotan que no hay que pisar porque explotan porque está lleno de lugares que están llenos de minas que están llenos de explosiones que no hay que pisar porque explotan y el negro con la cadera o con la rodilla o con el codo.

Y la Corona light que está llena y está fría, así que supongo que no es la misma que estaba tomando hace media hora, cuando los osos se alinearon y las supernovas se extinguieron. Pero sí debe ser la misma, porque mi vejiga siempre se interpone entre dos cervezas consecutivas y no recuerdo haberme mirado en el espejo oscuro del baño mientras meaba, ni haber jugado con el chorrito de pis entre los hielos (ponen hielo en la bañera que sirve de mingitorio, sí, supongo que así el pis se mantiene refrigerado, no sé, pero sí sé que sale humito cuando meas, pero en realidad no sé si sale humito porque el baño está oscuro, ¿pero por qué la certeza del humito entre los hielos?).

Entre la humareda de mi borrachera (o de los hielos o de las supernovas que se apagan o de las antorchas de los indígenas de Guinea que cruzan la noche e inician una vez más la cacería de los osos bordós) distingo al árabe o su vaivén sensual en la pista. Voy hacia él, y le digo al oído: “Sos muy sexy”. Lo miro a los ojos y le sonrío (pero me invade el pavor de reconocer que no gobierno del todo mi boca y que mis labios se fruncen en un gesto insólito que espero que las luces piadosamente borroneen). Creo que dijo gracias y creo que me alejé (él o yo).

Ahora sí estoy frente al mingitorio (me alejé yo, me doy cuenta frente al espejo oscuro). Ahora sí estoy de vuelta en la pista y el negro sigue vivo a pesar de tantas minas que le explotaron en las caderas, en la rodillas y en los codos y Madonna en las pantallas subida a un toro mecánico también sigue viva. El árabe desapareció y supongo que sigue vivo y supongo que no está montado en un toro mecánico.

Y ahora no se quién está en las pantallas, o dónde está el negro, pero sí veo otra vez al árabe. Y ahora el árabe está con su novio o amigo o asistente personal o chofer (prefiero barajar otras posibilidades para quitarle peso a la primera, que a pesar de los vahos de la Heineken se dibuja atroz y final). Los tengo en el rabillo del ojo y se mueven (yo supongo que ellos se mueven, y supongo que yo no me muevo, supongo que las supernovas no se mueven, supongo que los osos bordós atravesados por las lanzas de los indígenas ya no se mueven) y ahora están al lado mío. Es todo muy raro y no se sí echarle la culpa a la cerveza, a Cristina Aguilera o a la alineación de las supernovas. El árabe y su masajista ¿me están invitando sutilmente al trío? ¿O es que el árabe le mencionó a su jardinero que yo lo encaré y el jardinero quiere verse cara a cara con el intrépido?

Mi respuesta es instintiva, feroz, certera: saco mis mentas del bolsillo y se las ofrezco con una sonrisa (o su réplica etílica) y ellos reaccionan como si hubiera desenvainado una espada láser y me aprestara a decapitarlos. Los veo alejarse presurosamente a los saltitos.

Y así se termina la temporada de cacería en el Castro y en Guinea. Y así vuelvo a mi departamento, a mi cama, a mirar el techo, a poner otra vez mis brazos en cruz y a dejar que las olas de la noche se desenrollen sobre mi cuerpo desnudo.

This Post Has One Comment

  1. Juampi

    Un final un poco catastrofico, no? 😉
    Yo hace tiempo que deje la caceria por tejer alfombras y bufandas en el sofa de casa!

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