Cóncavo

Con la acunpuntura de los chorritos de agua en la nuca me estiro para agarrar el Head and Shoulders Citrus Fresh del estante (el estante está bajo, así que esto es más bien una reverencia, una seña corporal de respeto al zinc piritiniona, el sulfuro de selenio, la brea de hulla y el ácido salicílico, que a partir de este momento pensaré no como moléculas inertes sino como pacmans). Abro la tapa con el pulgar, vuelco un charquito lechoso en la palma de la mano, me refriego la cabeza y de paso la barba, los bigotes y las cejas. Es una ablución, una purificación ritual (para prevenir la caspa y todo eso invisible que supura, que se deposita sobre nuestros hombros como nieve o tristeza o los dedos de una mano que acaricia hoy y mañana apreta el botón de borrar todos los mensajes). Puta madre, me cae en los ojos, me pincha, los pacmans azules del champú actuán, enloquecidos en el fragor de la batalla, confunden el tejido vivo de mis ojos con las bacterias fundamentalistas a las que se dirige este ataque preventivo, tejen así una red de lanzas y escudos pegajosos, asfixian, atraviesan, muerden y tragan. Detrás vienen los pacmans rojos, los que se ocupan del brillo y la sedosidad. No hay nada que lustrar y nada que esponjar en la superficie resbalosa de mis ojos (se quedan así con sus gamuzas y sus aerosoles a un costado, sacan sus celulares y juegan al pacman hasta cumplir con el horario). Giro la cabeza rápido hacia la ducha, abro los ojos, me enjuago los pacmans que bajan por mi cuello, mi pecho, mi abodmen, mi ingle, mis piernas y con un gritito de oh noooo se pierden en el espiral del desague. Miro la curva del espiral y de ahí la concavidad de la bañera y de ahí a la ondulación de la cortina del baño (estoy a punto de parir esta conclusión: el cuarto de baño es el lugar de mi casa donde predominan las líneas curvas, como si el lugar de la expulsión, del aseo y de lo que despedimos necesitara esas combas que son como una excusa para evitar la línea recta, la definición, y podría correr la cortina y mirar el inodoro y el bidet y luego la pileta del lavatorio, pero no, no voy a hacerlo porque ese pensamiento de lo cóncavo como monstruoso, como telón de algo que debe esconderse para no coagular no llega a asomar, lo que asoma es algo más sensato: la idea de que no hay líneas rectas para evitar los ángulos, las esquinas, porque aquí un rincón inaccesible a la esponja y el detergente es inaccesible, hay que recorrer en forma continua y con un trapo todas las superficies, para que no queden rastros, para esas pieles – es decir, esa mugre – que nos cubrió se vaya de una vez, y así entremos al futuro como futuro, no como subiendo a un colectivo y dictándole el destino al conductor). Atontado por la ceguera momentánea y por ese pensamiento que amaga y se esconde, manoteo los azulejos al costado, busco la palanca para abrir la ventanita de vidrio esmerilado que da a la calle, desengancho el fierro, lo despliego y empujo la ventana hacia fuera (el óxido en el fierro es también una protesta, un señalador de que no toda el agua sucia corre). Sube el ruido oceánico de la calle a las 3 de la mañana y entra en mis oídos. Asomo (traspaso) la cara con los ojos cerrados y primero siento el tacto del aire tibio y después el olor rancio. Es el hierro, la pintura levantada y el óxido de la palanca del ventiluz, el cuerpo inclinado hacia adelante y asomado (traspasado).

Inclinado y asomado retrocedo en el tiempo, imágenes repetidas en un mazo infinito hasta quedar fijo otra vez, inclinado y asomado, pero ahora parado en una silla porque no llego a la mirilla de la puerta. Tengo 7 años. Acaban de tocar bocina afuera y después el timbre y yo acerco una silla y me trepo y destapo la mirilla y apoyo el ojo y parpadeo para enfocar y veo una camioneta azul con una caja metálica atrás, cerrada. La caja plateada, brillando en el sol del mediodía, combada en los bordes por el vidrio de la mirilla. Es la camioneta de los Cofrade, los amigos de mi mamá y mi papá que nos vienen a buscar para ir a pescar. Mi mamá y mi papá van a ir en el Chevrolet, pero yo insisto en ir en la camioneta, con Lucas y Marcelo, atrás, adentro de la caja metálica que se abre con un chasquido. Entro y ahí adentro están sentados Lucas y Marcelo, los veo unos segundos después de unos segundos cuando los ojos se acomodan a la poca luz que entra por la ventanita que comunica con el asiento del conductor. El padre de Lucas y Marcelo es carnicero y yo no lo veo pero el piso de la camioneta es acanalado y las caneletas están negras de óxido o de sangre seca.

This Post Has 5 Comments

  1. "el que sigue"

    que bueno. Reencontre este puto blog! jaja. No, posta que me gusta como escribís. Seguiré de ahora en más. Aunque tampoco soy de los que comentan siempre.
    Abrazo.

  2. comentario 2

    Sencillamente genial! Esas narraciones de los hechos cotidianos que no vemos pero que sin embargo nos construyen. Los laureles para ud.

  3. gerardo

    Buenisimo!!! me gusta mucho la forma en que escribís…tenés otro fans

  4. Maruja

    ahora entiendo por qué tenés la mirada tan brillante y tus relatos son tan buenos. Voy a probar esa marca de shampoo a ver si se me pulen las ideas.
    besos y qué bueno que volviste

  5. Matías

    Hola, hoy recien te descubro (es decir tu blog), y no se si por casualidad el primer texto que leo es éste (texto en cuanto a relato, primero leí tu biografía). La cosa es que ayer cuando me duchaba pensaba en todas estas cosas que aparecen en el simple acto de ducharse como en tantas otras cosas.
    Me encantó. Tengo que ponerme al día con tu blog, o por o menos leer lo mas que pueda. Prometo hacerlo.
    Otro tema, en la página del Camarín no aparece tu curso, o por lo menos mi anciedad por encontrarlo hace que el maldito link se esconda.
    Un abrazo y cuando gustes estas invitado a darte una vuelta por mi espacio.

Leave a Reply