El tiempo no para

Ahora los pequeños eventos de las últimas dos horas alcanzan su sumatoria, o mejor dicho explotan en rayos radiales en todas direcciones. Es como si una cuchara revolviera una sopa de letras y al frenarse el remolino se leyera un soneto de Machado, como si el universo sufriera una sacudida y las galaxias espirales se estiraran como bastones de masa sobre la mesa negra del silencio, como si el auto se estrellara contra una colectivo de aire y al asomar la cabeza detrás del airbag los semáforos tuvieran 7 luces de colores, como si el 707 se desplomara en un pozo de aire y volviera a izarse hacia un cenit impreso en chorro de tinta.

Yo estoy metido en este casillero frente al inodoro y mi dedo está a punto de apretar el botón que se va a llevar mi pis dorado y espumoso, y es ahí cuando escucho la pregunta detrás mío, desde los mingitorios. Escucho la pregunta, la respuesta y luego la frase del final, la de la sopa de letras y las galaxias y los semáforos y el cenit. Pero todo empezó dos horas más temprano cuando levanté el teléfono.

– ¿Vamos a comer un shawarma al Alto Palermo? – preguntó Pablo.

Dije que sí y ya no hubo vuelta atrás, no hubo posibilidad de pido gancho, de pegar el volantazo y meterse en boxes. Caminamos en cámara lenta de Kosiuko a Ben Simon, de Ben Simon a Airborn. El celular de Pablo sonaba cada 5 minutos, como un despertador que nos despertara de la luz oblicua y la música funcional y las escaleras mecánicas. “Hola, ¿quién habla?”. Del otro lado hablaba Juan, Martín, José, Enrique, Marcelo, Ernesto, Juan de nuevo, José que al final se desocupada en dos horas y pasaba por casa de Pablo a las 6. “¿Te la pongo?”, seguía Pablo, dedicándome una sonrisa llena de dientes blancos como las teclas de un piano, como los botones de un choclo. “Ah, ¿es solamente para masajes? ¿No querés que te la ponga?” Sí, es solamente para masajes, hoy Juan, Martín y Ernesto no quiere que se la pongan. “Llamame en dos horitas que ahora estoy ocupado, te mando un beso en la cola”.

Yo comí un shawarma, un baklava y tomé un café turco. Pablo se enojó porque pedí tres servilletas de papel y usé dos, y porque no devolví la bolsita de plástico que me dieron en Havana cuando compré un alfajor y un conito. “Hay que cuidar el planeta”. En los restaurants devuelve las canastas con panes (“Acá tiran el pan aunque esté entero si no lo comés, yo soy amigo de un mozo y me lo contó”) y los platitos superfluos (“Hay que ahorrar detergente y agua, especialmente agua, que se está acabando”).

Se nota que Buenos Aires está vacía, no se ve mucha gente por los pasillos del shopping. “Se me está parando” – murmura Pablo, cuando le señalo el culo de un treintañero en bermudas. “Se me está parando” – murmura Pablo 3 minutos después, cuando le señalo a una tetona que camina sinusoidalmente. “Se me está parando” – murmura Pablo frente a un rugbier transpirado que nos mira desde un aviso de ropa deportiva. Lo extraño es que la erección de Pablo pareciera existir sólo en gerundio, siempre se está parando, nunca está parada. La erección no es un estado de transición hacia la rigidez completa, sino una expansión perpetua, como la del universo o la de nuestra soledad.

“En serio te digo, adelantate y vení caminando de frente y decime si se me nota”. Sí, se nota. “Paremos ahí en la baranda hasta que se me baje”. Miramos a la gente que deambula en el piso de abajo. Una chica y un chico se besan frente al puesto de los perfumes, una promotora teclea un mensaje en su celular. “¿Pero a qué se debe la erección continua?” – le pregunto. “Me resentí el cuello el otro día cuando me la chupaba, y si no me la chupo todos los días estoy recaliente”. “¿Te pusiste crema o algo?”. “¿En el cuello o en la pija?” “En el cuello, boludo, Ratisalil o algo”. “Sí, no me duele tanto, pero ahora solamente llego a pasarme la lengüa por la puntita, es un bajón.” “Okay, y mientras tanto… ¿no podés acomodarla para arriba y para el costado así se nota menos”. “No, me da cosquillas si la acomodo para arriba.” “Yo preferiría que camines riéndote a los gritos antes que con el socotroco ese atravesado. Aparte, si sabías que podían surgir estos inconvenientes, ¿hacía falta que te pongas ese pantalón cremita que te queda así de ajustado y que te marca todo?”. “Dejá de hablar de ella que se me para más y se me va a escapar una gotita en cualquier momento”. Lo que faltaba. “Metete allá atrás y hablá de cualquier boludez así se me baja” – dice. Allá atrás es un perchero con camisas en Zara y la boludez que le cuento es la historia de los pinguinos gays del zoológico de Nueva York. “Dale nomás, culiadazo, contáme. Los pingüinos no me calientan ni un poco”.

Los pingüinos se llaman Roy y Silo, contruyeron un nido juntos y no le daban ni bola a las pingüinas. Incluso estuvieron incubando una piedra con forma de huevo, pero el pingüinito nunca nació. Los guardianes del zoológico les dieron entonces el huevo de una pareja pingüina heterosexual y Roy y Silo se convirtieron en excelentes padres adoptivos. Pero la historia no termina así de feliz. Parece que Silo abandonó a Roy y se puso en pareja con una pingüina. Silo y su nueva novia intentaron tener un huevo, pero no funcionó. ¿Será otro fracaso de un hombre gay intentando el matrimonio heterosexual? Mientras tanto Roy sigue sin pareja y pasa la mayor parte de su tiempo con amigos y amigas pingüinos. Colorín colorado.

“Ya se me bajó, vamos al ñoba que quiero hacer pis”. “Sí, yo también”.

Pablo va hacia la hilera de mingitorios. Hay un solo gordito cuarentón orinando en el fondo. Yo me meto en uno de los casilleros con inodoro. Miro hacia arriba, hacia el rectángulo de techo y disfruto del alivio de mear la coca cola y el café turco en un chorro continuo. Acerco el dedo al botón y ahí es cuando escucho a Pablo:

– Disculpame, ¿tenés hora?
– No, no tengo.
– Ah, porque a mí se me paró.

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