Pirata

[7 de Noviembre de 2003, Piscataway, New Jersey; comprando muebles en Ikea]

Los libros apilados en el piso: Borges encima de Nick Hornby encima de Raymond Carver encima de Gore Vidal encima de Roberto Arlt encima de Marguerite Yourcenar. Otra pila con fotocopias de papers de computación gráfica: cómo simular la iluminación del terciopelo, de la nieve o de la cáscara de una naranja encima de los papers que explican cómo generar diagramas de ensamblado de muebles en forma automática. Otra pila con CDs: Honestidad Brutal de Calamaro encima de Olga Guillot y el Son se fue de Cuba encima de Piazzolla Libertango. Y encima de los CDS el despertador. Cables que cruzan las montañas de libros: el cargador del celular, el coaxial de la televisión, el del cargador de la afeitadora, el del DVD. Medias enrolladas acá y allá (las levanto y las huelo para detectar si las usé o no). Sobre el escritorio: monedas, un resaltador verde, hilo dental, una compoterita vacía con rastros de arroz con leche de hace 4 días, líquido para limpiar las lentes de contacto, la boleta del celular, una lata de diet coke a medio terminar, crema humectante para manos, toallitas húmedas para bebé (cómo extraño el bidet), un paraguas, las anteojeras que uso cuando voy a nadar, un CD grabado con dos episodios de Sex and the City. Tirados por el piso: el Tivo abierto, la carcaza contra la pared al costado, dos discos rígidos (que saqué del Tivo cuando estiró la pata), un sobre con DVDs porno, un candado, la cámara digital, la abroachadora, una pote de crema para los hongos, una hoja con dibujitos tachados, un paquete de pastillas de menta a medio terminar, el gigantesco canasto de ropa que tengo que lavar.

Todas esas cosas llegaron ahí por un acto de mi voluntad: yo hojeé esos libros, escuché esos CDs, miré esos DVDs, abrí la caja del Tivo, comí arroz con leche, me limpié los dientes con el hilo dental, ensucié esa ropa. Pero una vez cumplido su objetivo las cosas no han vuelto a su lugar, han sido abandonadas luego de cumplir su función. He sido egoísta con las cosas: debería haberlas devuelto a sus cajones o a sus estantes, como un buen amigo ofrece un “te llevo con el auto” luego de que alguien te ayudó a pintar la pileta o podar el ciruelo bajo el sol vertical del mediodía.

En esas disquisiciones estoy cuando suena el teléfono. Es Robert diciendo que en cinco minutos me pasa a buscar.

– ¿Estás deprimido? – me pregunta.

Estamos en su camioneta, son las 6 de la tarde y la oscuridad es total. Le pedí hace varias semanas que me lleve a Ikea porque quiero comprar unas estanterías donde poner mis libros y CDs.

– No, no creo. Depresión es cuando uno ve todo negro, esa sensación de asfixia, de pantano, de arena movediza. No, no estoy deprimido, estoy sobrepasado, todo es demasiado: demasiado laburo, demasiada tarjeta de crédito en rojo, no estoy comiendo bien, no duermo bien.
– ¿Y te cuesta socializar?
– ¿Y si la cortamos un poco con la sesión de terapia?
– ¿Ves como estás? Estás así porque no cogés, estás hincha pelotas, complicado…
– Para vos toda solución pasa por una gran verga, no sé para qué estudiaste psicología… Soy igual de hincha pelotas cuándo cojo 5 veces por día, te lo puedo asegurar. Ahora dejá de contribuir a mi irritación y subí la radio que me gusta esa canción.
– Argentinos, son todos así de difíciles y complicados…

Ikea hierve de gente. Parejitas engolosinadas con los juegos de dormitorio, chiquitos saltando sobre los sofás, maricones aprovechando las ofertas de alfombras rústicas. En 10 minutos tengo todo decidido: dos estanterías color gris metálico y otra más grande con las divisiones para los CDs. Robert insiste en consejos de decoración de interior: “¿y si comprás las torres para los CDs y esa estantería de madera clara? El conjunto es más compacto” Le repito una y otra vez que vivo en una pocilga en el campus y no en un loft en el Soho.

Cierran a las 9 y son las 7.45pm. Quiero ir al almacén y retirar las estanterías y volver a casa. Robert va de sección en sección: cocina (El: mirá que linda la mesada color petróleo… Yo: vos sabés que yo apoyo las nuevas fuentes de energía, ¿vamos?), dormitorios (El: ¿no te gustan esas camas con el tul que la cubre? Yo: muy práctica si vivís en la jungla rodeado de mosquitos anofélex, ¿vamos?), oficina (El: necesito una silla cómoda para la computadora, esperá que me fijo… Yo: ¿qué tal si primero aprendés a usar la computadora? ¿Vamos?) y baño (El: esos toalleros están muy bien… aunque mi baño es muy chico, no creo que quede bien… Yo: quedaría horrible, ¿vamos?). Y finalmente yo implorando: “Robert, tengo 20 minutos de tolerancia para este tipo de lugar. Odio esta luz, odio el frenesí de la gente comprando, odio las chicas recostándose en las camas para probarlas y convenciendo a los novio para que se acuesten con ellas y ronroneen juntos. Si veo una vieja más preguntar si el toallero ese es inoxidable te juro que agarro esa lámpara halógena y la asesino. Vamos, por favor”. Y Robert: “A vos sí que te falta verga, te lo digo en serio.”

Bajamos al almacén: dos de las estanterías que quiero aparecen pero la tercera no. La tienen en otro color: cereza en vez de gris metálico. Me quiero ir de Ikea YA así que subo al carrito la estantería color cereza. Robert se niega: “El gris metálico y el cereza no van juntos. ¿En qué cabeza cabe? No seas ridículo”. “Me quiero ir ya de acá, me llevo el cereza”. “No, sobre mi cadáver vas a armar ese colorinche: volvemos la semana que viene y te llevás el gris metálico.”

Vamos al escritorio de información a preguntar cuándo van a tener en stock la estantería en gris metálico. No saben, o mejor dicho el que me atiende a mí es un boludo que no tiene ganas de contestar nada cuando ya son las 9 de la noche del viernes. Yo no me doy por vencido: “¿Cómo cuernos puede ser que no sepan cúando van a tener stock de esta estantería en gris metálico?” Aparece otro empleado, teclea en la computadora 2 o 3 minutos y me contesta: “El camión salió hoy”. “¿De dónde? ¿De Oslo? ¿De Tokio? ¿De Moscú?” pregunto yo. Robert me mira con cara de: “Necesitás verga urgente” y sacude la cabeza. “En una semana lo vamos a tener” me responde el empleado con su mejor cara de “el cliente siempre tiene la razón, aún cuando es un pelotudo que necesita verga urgente”.

Nos metemos en la caja express (5 ítems) pero hay una estúpida que decide comprar gift certificates para toda la familia, se le traba la tarjeta de crédito, no le anda la tarjeta de débito y no tiene cash: 10 minutos de llamar a la tarjeta para verificar, de buscar en la cartera (“te hago un cheque”) y pedir hablar con el gerente (“a ustedes les anda mal la máquina, la tarjeta la usé hoy en el supermercado”).

Robert decide ir a comprar galletitas mientras yo espero en la cola. Vuelve al rato y las galletitas son suecas, de frutilla. “Mirámelos a los suecos, yo pensé que sólo hacían muebles y porno, ahora resulta que también galletitas”. Una mujer atrás mío escucha mi comentario y me clava una mirada sueca ofendida.

En 15 minutos estamos en casa, Robert me ayuda a subir las dos estanterías: son enormes, me doy cuenta recién ahí, no se veían enormes en el inmenso galón de Ikea. Robert no quiere que lo invite a cenar, no quiere tomar helado, no quiere tomar gaseosa; se quiere ir. Se va, yo me pongo a armar las estanterías: abro el prospecto y sigo las instrucciones: un chico el día de reyes armando el camioncito con su Mis Ladrillos. Chad y Chang Woo miran la televisión y no se ofrecen a ayudar: presienten quizás que se trata de un ritual íntimo.

De a poco mi mal humor se esfuma. Por primera vez luego de un año voy a abrir las 7 cajas con libros que embalé en San Francisco: libros que me olvidé que tenía, libros que siempre quiero tener a mano y nunca encuentro, CDs que supuse perdidos para siempre.

Me siento un pirata que ha enterrado 7 cofres en una isla inhóspita y vuelve ahora a desenterrarlo con la piel curtida por el sol y la sal. Empino el codo y dejo que la diet sprite fría me queme la garganta. La diet sprite es mi ron. Y la tijerita plegable va a ser mi cuchillo pirata. La meto en la unión entre las dos láminas de cartón desgarrando apenas la cinta aisladora que sella la caja. Deslizo la tijera y corto la cinta de punta a punta. Abro las dos alas de cartón de la primer caja, del primer cofre.

Y me pregunto que otros tesoros habré enterrado hace tiempo y me olvidé de desenterrar.

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