Año nuevo

En la esquina de Gascón y Córdoba no paran los taxis. Son las 7 AM, el sol ya pega fuerte y somos 4. Alguien sugiere pedir un Uber y maniobra con el celular, los otros dos, brasileros, se acomodan las gafas negras y buscan la sombra en la vereda. No sé de dónde aterriza una mujer en minifalda de jean y top negro. Hola divinos, dice, y cuando me saco el sol de la cara veo que es una travesti. Tiene una botella de Fresita en la mano, con apenas un dedo de líquido rojo. No le entiendo bien lo que dice, pero al final pregunta de dónde son.

Yo le digo de acá, ellos dos de Brasil. Ah, brasileros, dice, y se le va encima al más moreno de los dos. El moreno reacciona cerrándose un par de botones de la camisa. Igual ella ataca por lo bajo y trata de toquetearlo. No lo toques vos que es mío, le digo, solo para ayudarlo, porque nadie es de nadie. Ay bueno, dice, yo tengo 70. ¿70 años?, le digo. Sí, dice. Mirá vos. Tiene el delineador corrido, con un ojo medio egipcio y un moco verde muy duro en el agujero izquierdo de la nariz. Pienso: todos debemos vernos así después de salir de la noche del boliche al sol de la mañana. Seguro yo también tengo un moco.

La travesti avanza otra vez sobre el morocho, que trata de preservar su burbuja de espacio personal. ¿Cómo se llaman?, pregunta ella. Le presento a los 4, ella les da la mano de a uno, y cada vez se acomoda el bretel negro que oportunamente se le cae. ¿Y vos cómo te llamás? Roberto, dice, engrosando la voz. Le digo, no, decime tu nombre de fantasía, dale. Seguro que está sonando una alarma en el INADI. Roberto es el de fantasía me dice, y se ríe. Y levanta la botella de Fresita, un rayo de sol atraviesa el líquido rojo y me pega en el ojo, y me acuerdo cuando me operé la miopía. Pero no toma nada, la botella vuelve a su nivel anterior. ¿Te quedó esa Fresita de Navidad?, le pregunto. Nos pregunta a cada uno la edad, los rangos van de 34 a 47 (yo). Ah, el viejo está celoso, me dice, y me señala a mí, con una uña retorcida y larga.

Nos movemos en bloque hacia Córdoba, porque por Gascón los taxis no nos paran. En la esquina hay un culón de jean blanco y un culón de jean amarillo. No parecen de acá. ¿De dónde son?, pregunto. De Brasil, dicen. Uno de San Pablo, el otro de algo que suena terminá en una á con acento. ¿La pasaron bien?, pregunto en portuñol. Sí, dicen. El de blanco tiene una sonrisa gigante, como el culo. ¿Mucho sexo?, profundizo. El de amarillo dice que no. Que los argentinos la tienen chica. Habla rápido, supone que no entiendo, pero entiendo. También dice que tenemos fea dentadura. Yo muestro los dientes, los enfilo contra el sol, no, vos muy bien dice. El otro dice que tenemos las partes íntimas sucias. Es un malestar común: salir del boliche, solo, el sol, y que te pegue odiar a todo el mundo. A mí me pega al revés: contra este solo absurdo que nos interpela, que nos aplasta, deberíamos remarla juntos, los quiero a todos.

Ya viene el Uber, dice el cuarto pibe, pero yo no hablo portugués, soy un negado para los idiomas. No importa, digo, vamos a probar de nuevo allá, digo, y volvemos a la sombra que da sobre Gascón. La travesti está ahora encarando a un grupo de chicas y chicos, que se refugian del sol bajo un toldo. Son 3 parejas, dos están paradas, una pareja está sentada en la entrada de un edificio, el tipo la abraza, ella llora. La travesti le dice “no llores, paraguaya”. Pero ella llora. “No llores, paraguaya”, insiste Roberto. Hay algo raro acá. ¿Es paraguaya?, pregunto yo al grupo. No, venezolana, dice uno de remera azul eléctrico, con los pectorales inflados. Se ríe, se le escapa un soplido de la carcajada. No es paraguaya, le digo a Roberto, ¿de dónde sacaste que es paraguaya? Yo soy paraguaya, dice.

¿Son todos venezolanos?, pregunto. Sí, dice azul électrico. Una de las chicas, muy linda y vestida muy elegante, me mira y se sonríe. ¿Son pareja ustedes dos?, pregunto. Sí, dice azul eléctrico, señalando a la chica linda. Y después señala que los otros también son pareja, y la que llora pareja con el que abraza. Me cuentan que están solo por unos días, y que fueron a Azúcar. Ah, con razón están vestidos tan elegantes y no parecen tan cascoteados. Les cuento que una vez fui a Azúcar y que bailan demasiado rápido, no puedo seguirlos. ¿Ustedes son re bailarines, no? Sí, dice azul eléctrico. Toma a su novia de las manos, hace un par de enlaces, se detienen, y ella parece volver a posarse contra la pared como un pájaro en una rama. Ahí viene un taxi, dice el que no habla portugués, y el taxi baja la velocidad, parece a punto de detenerse, pero no. Sigue de largo unos metros y le para a Roberto, que revolea la botella de Fresita y la emboca en un contenedor como si fuera Ginóbili, y antes de subir al taxi se baja la mini y me muestra su culo entangado, y lo sacude. Chau chicos, grita. Los brasileros se ríen, se aflojan la ropa, demonio, dicen, acuerdan.

Los venezolanos se ríe, la paraguaya dejó de llorar y se levanta acomodándose la ropa. Azul eléctrico me da la mano, apretando fuerte, y me dice no sé qué cosa, y chamo. Hermosa tu novia, le digo, Miss Venezuela. Ella sonríe y agradece, una vieja pide pasar, estamos bloqueando la vereda. Yo soy Miss Simpatía, dice, venía en cámara lenta, pero pasa rápido.

Ahora sí llegó el Uber. Subimos los cuatro, las avenidas son un tobogán que nos llevan hacia el centro, el obelisco clavado contra el cielo como un signo de admiración, la subida a la autopista. Paramos en dos kioscos pero no, no hay cerveza, los brasileros se entristecen, les cuenta entender tamaña afrenta, ¿no hay cerveza?, y al final llegamos, subimos cuatro pisos, nos sacamos la ropa, quedamos los cuatro en calzoncillos, nos asomamos al balcón, al sol, la ciudad despierta, y unos pocos autos ingresan en espiral lento a la autopista, sistema circulatorio, un año nuevo, una sangre nueva.

This Post Has One Comment

  1. Tiago

    Por alguna extraña razón me acordé de tu blog, el cual seguía mucho cuando recién lo empezaste, allá en la noche de los tiempos de internet…
    Me alegra ver que seguís escribiendo, abrazos!

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