Las fake news en la fiambrería

Einstein descubrió que el espacio y el tiempo no son rectos, sino que son curvados por fuerzas astronómicas. Para demostrar su teoría le hubiera alcanzado con venir a Cayastá. Sí, en este pueblo 80 kilómetros al norte de Santa Fe, donde Juan de Garay fundó Santa Fe la Vieja en 1573, las distancias y los tiempos se tuercen y se expanden.

Hoy con 30 grados, a la tarde, se me ocurrió preguntar dónde había un almacén o un supermercado. Ya el Google Maps se había declarado incompetente, y me indicaba que a mis alrededores solo hay campo y cabañas, sapos y mosquitos, río y árboles, y el primer supermercado está a media hora a pie. Ya había sufrido la ferocidad del sol cuando llegué al mediodía, arrastrando por las calles arenosas una valija enorme de casi 15 kilos, una mochila de casi 10 en la espalda, y una bolsa de shopping con accesorios para el disfraz que voy a usar en la Fiesta de Disfraces de Paraná.

Ahora solo quería comprar unas pavaditas, algo para tener a mano cuando me de hambre. Así que le pregunté al pibe que corta el pasto y me dio la típica indicación de “tomás esa calle (señalando alguna dirección difusa), vas hasta la primera, y doblás y enseguida ahí lo ves, está a 3 cuadras”. Me dio verguenza pedir más precisiones, o abrir el Google Maps, así que medio alicaído emprendí la marcha. Cada 30 metros aparecían entre uno y tres perros en jauría a chumbarme. Algunos tirando tarrascones peligrosamente cerca de mis piernas picadas por los mosquitos. Las cuadras, lo que supongo que sería acá una cuadra, había sufrido el efecto descripto por Einstein: no tenía 100 metros sino el doble o más. Y como nunca vi nada, el “enseguida” convergió asintóticamente al infinito.

Tuve que preguntarle a otro hombre que cortaba el pasto (el rugido de las máquinas cortadoras de pasto fueron mi único faro orientativo), y me indicó que sí, que es acá nomás, y seguí caminando un poco más, pero tampoco encontré nada. Hasta que encontré alguien que no cortaba el pasto (una señora agarrada con mucha fuerza a un alambrado, como queriendo escapar, o como solo vi a alguien agarrada así a un alambrado en el póster de una película). La señora, a la que volví porque me había saludado con un buenas tardes al pasar, me dijo que el supermercado es ese galpón verde. Y por fin vi algo verde en el horizonte, y resultó ser, sí, un galpón, y el supermercado. Pero estaba cerrado.

Volví, casi con bríos de reclamo, a la señora. Y al lado ahora había un hombre cortando el pasto. Son las seis de la tarde, ¿por qué está cerrado el supermercado, saben? Me dijeron que seguramente solo abrían los jueves. Desde el jueves, seguramente. No entendí cómo alguien que vive enfrente de un supermercado, el único supermercado que hay un kilómetro a la redonda, usa un tentativo “seguramente” sobre sus horarios. Pregunté si había alguna otra opción. Sí, claro, acá a la vuelta tenés un almacén que tiene de todo. La señora indicó la dirección de la que yo había venido. Esto se estaba volviendo un capítulo de La dimensión desconocida con personajes que se aspiran las eses.

Volví, resignado, y para abreviar, y luego de preguntarle a un tipo que salía gritando de una casa un “¡no le riegues más las plantas a esa mujer!”, a otro tipo que pensó un rato largo largo chupando la bombilla del mate, y a otro que gritaba y casi no me escuchaba pero que nunca paró de cortar el pasto con una bordeadora que sonaba como la turbina de un avión, llegué finalmente a una casa. Tenía un timbre, tapado con un plástico que en algún momento fue transparente y ahora era opaco, y un cartelito chiquito que decía “variedad de productos y de precios!!!”. Toqué el timbre y una mujer gritó que ya venía y cuando ya vino abrió una ventanita y pude ver el cuarto de una casa, con una heladera, y con estantes con unos pocos productos de cada cosa. Además la ventanita era ínfima, así que no tenía forma de saber qué podía servirme.

De fiambre tenía paleta (de Paladini, dijo orgullosa), mortadela, y queso. Le pedí 150 de queso y 150 de jamón, perdón, de paleta de Paladini. Mientras me preguntaba si lo quería en fetas (me resultó rara la pregunta, en Buenos Aires se asumen las fetas y solo se aclara si es en un pedazo), pegó un grito y saltó hacia un costado. La señora era grandota, rubia, y tenía puesto una remera de fútbol roja y negra, y unas bermudas muy apretadas de jean gastado. Saltó con muchísima agilidad, y lo que siguió pasó en el fuera de campo, porque la ventanita era ínfima y solo me permitía ver parte de la heladera y sobre todo un estante lleno de insecticidas, repelentes, espirales, fuyivapes, etc.

Me vas a matar del susto, le dijo a una nena que se materializó por la ventanita. Y aclaró, más para mí que para la nena. no metas la llave en el enchufe, que te vas a electrocutar. La nena era rubia, tenía la cara sucia, y estaba descalza. Ahí vi que la madre también estaba descalza, y había ya abierto la heladera, y el piso estaba húmedo, así que pensé que la electricidad y sus seducciones era parte de la rutina de la familia. La nena se puso a jugar con una calculadora. Le tuve que repetir el pedido, 150 de jamón, 150 de queso. ¿150 gramos o querés 150 pesos de jamón?, me preguntó. Otra pregunta rara. No pude reprimirme: 150 pesos de jamón van a ser 5 fetas, salvo que esté a dieta… no, 150 gramos. Claro, dijo, y se rió.

Después le pregunté qué podía llevar de pan. Me mostró dos opciones, un cuadradito de grasa y una flautita. No, de grasa no, le dije. No tiene grasa, me dijo. Qué atrevida, pensé, soy hijo de panadero, no me vengas a mí a decir que eso no tiene grasa. Pero me callé. Pedí café, me dijo que me iba a dar saquitos, porque sino el café instantáneo me iba a patear el hígado.

A medida que hablábamos esta mujer se iba a involucrando cada vez más en mis decisiones, y en mi vida. Se la notaba empoderada. Le pregunté si el agua acá era potable, porque en las cabañas hay cartelitos que dice “no potable” al lado de cada canilla. Yo te voy a decir la verdad… empezó, y yo me preparé para su confesión. A mí el agua acá no me hace nada, la tomo todo el tiempo. ¿Vos de dónde sos?, me preguntó. De Buenos Aires, dije. Ah, es mejor que la de allá, es más suave, es más blanda. ¿Se daba cuenta de que estaba citando a Homero Expósito? Me dieron ganas de preguntarle si era más fresca que el río, naranjo en flor, pero mejor no. Le pregunté qué gaseosas tenía, y me tiró un párrafo ininteligible con marcas de gaseosas que nunca escuché en mi vida. ¿Coca coca no tenés? No, no tengo pero esta es más suave. ¿Más blanda?, tuve ganas de preguntar, pero no pregunté y llevé una botella de agua. (Ella me ofreció un bidón de 10 litros, le dije que solo me quedaba dos días, y ella dijo ah, claro, si no tomás mates, no, sentenció, y pensé si la gente toma 5 litros de mate por día, capaz que sí, mirando el río, no sé).

Ya a esta altura había caído en su embrujo, o quizás el embrujo fue mutuo, incluso ella se sacó de encima a la chiquita eléctrica, que toqueteó todo lo tocable y se trepó a todo lo trepable, con unas garras que desde abajo aparecían por la ventanita, y la madre desenganchaba de a uno, garfio por garfio).

Ahí le confesé que había ido al otro supermercado pero estaba cerrado. Qué raro un martes, ¿no? Te voy a decir la verdad, dijo, otra vez. Y tuve ganas de decirle que desde hacía rato solo intercambiábamos verdades, que a esta altura ya éramos íntimos.

Abren poco, dijo bajando la voz, compartiendo algo secreto y oscuro. Yo acá tengo horario corrido, de 9 a 22, vení cuando vos quieras. Esa gente vende poco y en mal estado, deslizó. Y sí, si abren de jueves a lunes, el fiambre no aguanta, agregué. Yo acá todo fresco, y sino la leche larga vida.

Me cobró, y me regaló 20 pesos. Me lo traés la próxima, dijo. Y me fui. Caminé contento y cargado, con la mochila pesada en la espalda, sin saber que horas después, a la noche, la paleta Paladini sí, capaz que parece jamón, pero el queso en fetas se desintegró casi como papel picado apenas abrí el paquete. Pero antes, con la mochila cargada, me crucé con la recepcionista en la entrada del Complejo, y le conté que qué raro, que el supermercado ese grande, el galpón verde, estaba cerrado. Me dijeron que abre solo desde el jueves, agregué. No, lo que pasa es que hoy es feriado, es del Día de Santa Fe, por eso no abrió.

Fue un día productivo: aprendí que en Cayastá las cuadras miden varios metros, que lo que está acá y caminás un poquito y ahí lo ves puede no estar, o no verlo nunca, y que para inventar cosas y joder a otro no hacen falta las redes sociales, y que sigue existiendo la versión vintage, artesanal, del chisme y la mala leche.

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