Whisky

Llego tarde, como siempre. Me tengo que tomar un taxi desde la estación de trenes. El sol del mediodía me ciega al salir del taxi, la penumbra de los vitrales me ciega al entrar a la iglesia. La gente se amontona en los pasillos, porque los bancos rebalsaron de familiares y amigos.

Es domingo al mediodía y sin embargo veo a varios hombres vestidos con ropa de trabajo: el mecánico con su mameluco que se escapó del taller para ir al bautismo del sobrino, el policía con el arma en la cintura y la gorra en la mano.

Busco a mi familia en la multitud, pero no los encuentro. Me asomo y miro hacia el frente. En el altar veo un chico flotando sobre un mar de cuerpos. Es mi sobrino, que se hamaca entre las olas y encalla finalmente en el pecho de mi cuñado.

Finalmente encuentro con la vista a mi hermana Gabriela y me le acerco. Mientras, los parlantes chisporrotean y se animan con algún greatest hits religioso. Uno de los curas recorre los bancos con un micrófono inalámbrico y lo acerca a la boca de los cantantes improvisados, que se saben el temazo de memoria.

El cura movilero se acerca por el lado de mi hermana y está a punto de acercarle el micrófono. Mi hermana saca su cámara digital, la apunta hacia el altar y juega con la erección y flacidez del zoom. El cura se aleja.

Más tarde, ya en casa de mis padres y reunidos alrededor de los ravioles y el tuco le pregunto a mi hermana por el incidente. Y me responde:

– Qué pesado el cura ese. Yo estoy en el bautismo de mi sobrino, no haciendo karaoké con el himno a la alegría. Eso sí, repráctica la cámara nueva. Creo que se puso nervioso con el zoom y por suerte no jodió más. A partir de ahora voy a andar siempre con la cámara en la cartera, y cuando esté en alguna situación incómoda, me pongo a sacarle fotos a cualquier cosa.

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