Esquivar y desaparecer

Lo que más me gustaba en esa época era esquivar y desaparecer. Es decir, el delegado y la escondida. Me había obsesionado con el delegado y practicaba los movimientos de esquive solo, en mi casa, frente al espejo del comedor. Como los pibes del barrio se aburrían después de 15 minutos de intentar “quemarme”, tuve que inventar variaciones que abreviaran el tiempo de juego: el delegado con dos pelotas o el “vale tirar a la cabeza” (la versión standard solo permitía pegar el pelotazo debajo de la cintura). Igual se aburrían y preferían ir a la esquina de Rioja a tirarle cascotazos a los colectivos. Un día diseñé un delegado con 5 pelotas de distintos colores, 8 zonas de juego y 20 jugadores. Las reglas eran complicadísimas: me pasé 2 horas explicándolas, hasta que alguien señaló que los que nos juntábamos en la esquina éramos a lo sumo 8 y que solamente teníamos dos pelotas. Esa tarde nos fuimos a la esquina de Rioja a tirarle piedrazos al colectivo y a la cortina de chapa de la fábrica de pastas. A mí no me parecía divertido. La cortina de chapa no se movía, no intentaba esquivar las piedras, así que ¿cuál era la gracia? Lo mismo con el colectivo: ¿qué tenía de interesante tirarle piedrazos a la carrocería inmensa de un colectivo que frenaba en la esquina porque tenía parada? La gracia era, aparentemente, esconderse detrás de los autos estacionados para ver salir al sereno del local en pijama, atontando y jurando a los gritos que nos iba a matar a todos. O escuchar la puteada del colectivero asegurando que nos iba a denunciar a la policía.

Fue en ese momento que se me ocurrió la idea: ya que a los pibes les gustaba tirar piedrazos y a mí esquivarlos, inventaría un juego que combinaría las dos cosas. Funcionaba así: alguien gritaba “¡ya!” y yo empezaba a correr. Los demás contaban hasta 7 y se largaban a correr detrás mío tirándome piedras. Cada “tirador” tenía 10 piedras y debía intentar acertar en el blanco (yo) la mayor cantidad de veces antes de que diéramos la vuelta a la manzana. No valía tirar a la cabeza. Aprendí a zigzaguear, a usar los árboles de la vereda como escudos y a desorientar a mis perseguidores cruzando la calle entre los autos en movimiento. Pero se aburrieron pronto y tuve que inventar un sistema de premios. El que más piedrazos embocaba se llevaba 5 figuritas. Se volvieron a aburrir: a los pocos días el incentivo ya no era suficiente. Y tuve que empezar a regalar 2 figuritas y 2 bolitas por piedrazo acertado. La diversión duró hasta que sufrí una bancarrota de figuritas y bolitas. Con la escondida pasó algo parecido: el interés inicial fue reemplazado por el tedio cuando alcancé la perfección en el arte de desaparecer. Sí, porque yo no jugaba a la escondida, porque en la escondida uno se escondía para ser descubierto o para correr hasta la piedra y librar a todos los compañeros. Lo que yo hacía era desaparecer. Me escondía tan bien que después de buscarme durante media hora se cansaban y se ponían a jugar a la guerra o a titanes en el ring. Yo los observaba desde mi escondite (trepado a un árbol, metido dentro de un tacho, entre los yuyos del campito) y me los imaginaba deliberando y preguntándose dónde estaba metido. Pero se hacía de noche, todos se iban a su casa, y nadie preguntaba al día siguiente qué me había pasado. Diseñé entonces una nueva versión de la escondida en la que yo era el único que me escondía y todos los demás me buscaban, pero no funcionó.

Igual seguí escondiéndome aunque nadie me buscara. Mi escondite favorito estaba en el campito, entre los yuyos. Saltaba el alambrado y me abría paso hasta el centro del baldío, donde crecían los pastos más altos. El terreno era irregular, lleno de hondonadas y cubierto de cañas y plantas de hinojo, de manzanilla, de dientes de león y de “flechitas”. Yo me abría paso macheteando con un palo hasta encontrar un lugar más o menos llano, verificaba que no había bichos y me recostaba boca arriba. El cielo quedaba encerrado en el rectángulo que marcaban las puntas de los yuyos y las cañas. Cada tanto pasaba una nube o un gorrión, muy raramente un avión a chorro dibujando una línea de espuma. Más cerca el zumbido de un helicóptero o de una abeja posándose sobre las pelotitas rojas de una planta que una vez escuché que era venenosa. Después de un rato cerraba los ojos y me dormía con la espalda apoyada contra la tierra tibia. En esa época soñaba siempre lo mismo: que era un superhéroe con la capacidad de enterrarme en la tierra, de zambullirme contra el suelo y atravesarlo y avanzar hacia el centro de magma que había visto en un diagrama de “El árbol de la sabiduría”. Los demás pibes querían ser Superman, volar por encima de los techos y entre las nubes. Yo quería volar para adentro, hacia abajo y me molestaba que no hubieran inventado un superhéroe que hiciera eso. Batman se tiraba por el batitubo para ir a la baticueva, pero la baticueva era como un sótano, no era lo mismo que avanzar cada vez más hacia abajo, atravesando las capas de sedimentos y de piedra hasta llegar a la magma que hervía y desaparecer. Fue en esa época que la municipalidad empezó a cavar pozos para instalar los caños de las cloacas y yo me la pasé metido en los laberintos oscuros, dando vueltas a la manzana en cuatro patas, arrastrándome de túnel en túnel. A la noche hacía algo parecido: me levantaba de la cama, me metía en el ropero, me sentaba sobre la pila de frazadas, cerraba la puerta y me quedaba quieto sintiendo la suavidad de la ropa colgada contra la cara y el silencio y la oscuridad.

No sé cuando terminó mi capricho con eso de esquivar y desaparecer. Nada empieza ni termina en un momento específico. Pero sí sé que fue en la misma época en la que me subí por primera vez al techo con mi papá.

Mi papá trabajaba en Olivetti y la empresa lo mandó a Europa para hacer una capacitación. Durante los tres meses que duró el viaje yo dormí en la cama con mi mamá: estaba embarazada y mi viejo me dijo que durante su ausencia yo sería “el hombre de la casa”. Me acuerdo de las cartas que enviaba desde Italia, de las fotos, de los télex y de los ruidos que hacía la panza de mi mamá a la noche, cuando apagábamos la luz del velador. Unos ruidos acuosos, roncos, subterráneos, parecidos a los que yo imaginaba que se oían en el centro de la tierra. Creo que mi mamá no estaba contenta. En realidad no lo creo, lo sé, porque nombraba muy seguido a papá como “tu padre” y leía sin ganas las cartas que hablaban de Montecarlo, del balcón de Romeo y Julieta, de los relojes suizos, de los quesos holandeses y de un auto que había explotado dos minutos después de que le pasó por al lado.

El día que volvió fuimos al aeropuerto a recibirlo. Me había prometido una pista de autos escalectric de regalo, pero me trajo una caña de pescar. Se me notó en la cara que no me había gustado nada. Pero si nosotros no sabemos pescar, le dije. En realidad él nunca tenía tiempo, los días de semana trabajaba hasta tarde, cenaba y se iba a dormir y los fines de semana iba a jugar a la pelota paleta al club y dormía la siesta. Para pescar había que ir a algún lugar lejos como Cascallares o el río Paraná y yo sabía que eso no iba a pasar nunca. Pero la podemos usar para remontar barriletes, me contestó. No entendí mucho que tenía que ver la caña de pescar con remontar barriletes, pero le dije: Pero se engancha en los cables, no se puede, salvo que vayamos al campo de planeadores. Vas a ver, me contestó, nos subimos al techo el sábado y vas a ver como remonta.

Yo nunca me había subido al techo con mi papá. En realidad, creo que nunca me había subido a ningún techo. Y tampoco nunca había visto las cosas desde arriba: ninguno de los chicos del barrio tenías casas con dos pisos, y aunque la tuvieran siempre jugábamos en la esquina y no en las casas. Sí, me había subido a los árboles, pero un techo era distinto. Apoyamos una escalera contra la pared y subimos. La brea del techo estaba caliente y se hacían globitos, las zapatillas hacían ruido al despegarse. Estaba atardeciendo y mi papá me dijo que me sentara contra la parecita del tanque de agua mientras él armaba la caña. Me senté y apoyé la espalda contra el tanque, estaba caliente y se sentía el ruido del agua adentro, como si fuera la panza de mi vieja a la noche. Podés hablar por ahí que mamá te escucha, me dijo mi viejo, señalándome un caño metálico en forma de chimenea. Era la salida del extractor de aire de la cocina. Decile que Giorgio el veneciano está a punto de remontar el barrilete, dijo. Giorgio el veneciano era como se hacía llamar desde que había llegado de Italia. En realidad se llama Jorge y había nacido en algún lugar de Uruguay, no sé en cuál porque mi abuelo se tuvo que escapar de ese país porque lo perseguía la policía por acuchillar a un tipo, así que no se sabe donde nació ni cuando. Lo anotaron en cualquier lado.

Hola ma, me escuchás, grité. Sí, no grités que se te escucha, dijo mi mamá por el tubo, a miles de kilómetros de distancia. Mi papá encastró el reel en la caña, la extendió (era de fibra de vidrio blanca), tiró de la tanza invisible y la ató al hilo del barrilete. No había mucho viento, a lo lejos se veía el radar del campo de aviadores, girando despacio. Al tercer intento el barrilete subió lento y tironeando. Mi viejo estaba de espaldas enfrente mío cuando apareció el viento de verdad, la caña se combó por la tensión y la tanza se desenrolló con un zumbido. Vi el cielo cambiando de color y el barrilete hundiéndose en la distancia y desapareciendo.

– THE END –

Quizás le quite un poco la gracia, pero acá pueden encontrar la explicación de cómo escribí este texto.

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