Marcos (primera parte)

[Buenos Aires, diciembre de 2005]

La película me está poniendo nervioso. Se trata de un hombre que parece transparente pero que esconde un lado opaco, que finalmente resulta ser negro; de unos hombres vestidos de negro metidos en una limusina negra, que vienen a traer lo siniestro; de lo siniestro y como se transmite viralmente, como viaja en el aire y se mete en las casas y en la sangre.

No sé si debería agarrar a Marcos de la mano. Es la primera vez que vamos juntos al cine, las veces anteriores nos vimos en casa o en algún bar subterráneo. El cine nos resulta familiar (porque está oscuro) y extraño (porque hay dos chicas comiendo pochochos en la butaca de al lado). Tengo ganas de que el que me agarre de la mano sea él. Termina la película y no nos tocamos.

Subimos las escaleras mecánicas y salimos por la puerta principal, la que da a la pared del cementerio de la Recoleta. Hay mucha gente yendo y viniendo, son las 11 de la noche del viernes. Frente a mí, a unos seis metros, hay un pibe pelado de unos quince años, está vestido con una remera negra, pantalones negros y borceguíes. Cuando lo miro él ya me está mirando y la mirada corta como una navaja. Tiene los brazos muy pálidos, no sé por qué me fijo en eso, la luz del neón exagera el contraste entre el blanco de la carne de los bíceps y el negro de la manga de la remera. Vuelvo a los ojos: la mirada no es de levante, es otra cosa que no sé que es. Vamos, le digo a Marcos, vamos a comer una pizza, salgamos de acá que este mar de gente me enferma. Siento la mirada del pibe en la espalda, como un anzuelo enganchado en la carne del que no me puedo soltar por más que empuje hacia delante y me aleje. Una cuadra y media después, a punto de cruzar avenida Las Heras, escucho la voz detrás de mío y sé que es él.

– Che, ¿tu amigo es camarada? – me está preguntando a mí, pero lo señala a Marcos.

No entiendo que me está preguntando. Está claro que Marcos sí, porque detecto un microscópico gesto de fastidio, como si se hubiera encontrado de repente un pariente molesto que pensó que nunca más volvería a ver.

– ¿Cómo? No te entendí – yo quiero saber. Lo que quiero saber no es lo que el pelado preguntó, sino qué significa el gesto de Marcos.
– Y sí – duda el pibito -, pregunto… por la pelada, los piercings, la campera aviadora…

Marcos tiene la cabeza totalmente rapada, tiene 6 piercings en cada oreja y usa camperas Alpha, las camperas que usan las fuerzas armadas yanquis (esto de que la usan los milicos en USA lo averigüé después, metiéndome en la internet mientras Marcos dormía, no lo sabía cuando el pibito señaló el logo con el índice, como desafiándonos).

– No, – responde Marcos, molesto – nada que ver.

El pibe está aturdido. Está claro que no le cree. Marcos gira y se prepara para cruzar la calle, pero el semáforo todavía no cambió. El pibito vuelve a mirarlo de arriba abajo y se detiene en los zapatos: Marcos no tiene puestos borceguíes sino una especie de canadienses de gamuza que usa siempre con los cordones desatados. Después me mira a mí, en cámara lenta. Yo tengo puesto una camisa cuadrillé azul con un bordado verde en el bolsillo, unas bermudas de jean y unas sandalias franciscanas. Okay, listo, dice, y se va.

¿Qué fue eso?, le pregunto a Marcos apenas cruzamos la calle. Te explico en la pizzería, contesta.

Hace unos diez años Marcos fue skinhead.

– Sí, yo era del MODIN y toda la bola – explica. – Qué querés, en mi familia son todos milicos, igual la onda era tranqui, yo no salía a pegarle a la gente ni nada de eso. Era más una onda de la música y la ropa. Menos mal que el peladito ese no me vio los tatuajes.

Me muestra las muñecas: tiene un tatuaje en cada una, dos motivos celtas, una especie de laberinto en forma de trébol en una y una flecha curva rellena de arabescos en la otra.

– En esa época venían skins de todos lados, nos juntábamos todos en Retiro, no sabés lo que era… lleno de pelados. Ahora es cualquiera, estos pendejitos no sé qué tienen en la cabeza. A veces a la noche si ando por ahí es medio jodido, porque si me cruzo con una banda de punks me quieren cagar a piñas… pero todo bien. En el subte el otro día fue tremendo, porque había dos pibitos de la calle que se estaban pegando, pero en joda, y yo me entré a cagar de risa. Ellos se pegaban y se reían conmigo, viste como me río yo, ¿no?

Marcos se ríe todo el tiempo, con una carcajada primitiva. Se ríe sin parar y no lo puede controlar, cuando alguien hace un chiste su risa continúa después de que todas las demás se apagaron.

– La cuestión es que estos pibes se cagaban de risa y yo también y cuando miro alrededor se habían ido todos. Se habían levantado del asiento y estaban parados, estábamos solos los dos pendejos de la calle y yo. Y en el colectivo es lo mismo, subo y los viejos me huyen, se levantan como si estuviera embarazado, como si yo necesitara el asiento y no ellos.

Cuando dos horas después nos acostamos juntos en mi cama, vuelve a pasar lo mismo que la primera noche que lo conocí: me duermo profundamente, con un sueño espeso, sin grumos. Un milagro, porque nunca duermo profundamente y nunca ocho horas o diez, y menos si estoy en la cama con alguien. Pero con él es distinto.

Pero esa noche me despierto sobresaltado por una pesadilla: sueño que me asomo al balcón y me acerco a la maceta en la que una paloma armó un nido y empolló dos huevos (todo esto es real, la paloma y sus dos pichones están ahora ahí). La paloma se aleja volando y cuando desaparece detrás de los edificios el pichón más grande empieza a picotear al otro, arrancándole los ojos y desangrándolo hasta matarlo. Cuando me despierto, levanto la persiana y salgo al balcón. La paloma no está y hay un solo pichón, el otro todavía no nació, el huevo está ahí, intacto.

Me acuerdo entonces algo que me dijo Marcos durante la cena:

– Sí, los pichones nacen a destiempo. Nace uno y después el otro. Y cuando la madre se va el pichón que nació primero asesina al otro para asegurarse que la comida que le trae la madre le alcanza para crecer fuerte y sobrevivir.

Voy a la computadora y me meto a Internet, para averiguar más de las camperas aviadoras. Después vuelvo a la cama: Marcos tiene el pecho destapado y me quedo observando como los piercings en sus tetillas se mueven apenas al ritmo de su respiración. Me vuelvo a dormir.

Al otro día me despierta el teléfono. Marcos mira el reloj (son la 13.30), y se tapa la cara con la almohada. Contesto.

– ¿Querés venir a ver una orgía con mis esclavos? Son tres, la casa queda en Colegiales – dice Tiago, mi amigo taxi-boy en el teléfono.

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