Marcos (segunda parte)

Al otro día me despierta el teléfono. Marcos mira el reloj (son la 13.30), y se tapa la cara con la almohada. Contesto.

– ¿Querés venir a ver una orgía con mis esclavos? Son tres, la casa queda en Colegiales – dice Tiago, mi amigo taxi-boy en el teléfono.
– No, Tiago, estoy con Marcos.
– Ah, bueno, vos te lo perdés. Chau.

Apenas corto se me ocurre que quizás podría ir con Marcos. Pero mejor no, hace menos de quince días que salimos, y estamos bien, si subo el fuego de la hornalla puedo terminar con el omelette pegado en el teflón, o peor, como un dibujito animado carbonizado, con los pelos negros y parados, parpadeando a cámara y sosteniendo una sartén que humea marca ACME, después de la explosión que hizo volar todo por los aires.

– ¿Quién era? – pregunta Marcos.
– Tiago, mi amigo taxi, me invitó a una sesión de sadomasoquismo que va a tener con tres esclavos. ¿Querés que vayamos?
– ¿Vos querés ir?
– Y… yo que sé, el día está feo, sino vamos a terminar dando vueltas en el Alto Palermo.
– Yo te hago la segunda si querés. Hacer la segunda en el idioma de Marcos significa acompañar. Hay otras particularidades semióticas en su lenguaje. Por ejemplo: se refiere a mí como “gordito”, los demás son “dogor”, ayer a la noche me envió un mensaje de texto diciendo “donde lastramos, gordito?”, pero cuando señaló al mozo que nos atendió en la pizzería dijo “pedile la cuenta al dogor”. La inversión de sílabas se cumple sobre todo en palabras de dos sílabas: “toor” por “orto”, “ñoba” por “baño” y “japi” por “pija”. Aunque en este caso hay otra interesante variación: su propio órgano genital es “la japi”, los órganos genitales masculinos ajenos son “el fideín”. Ejemplos: “se me paró la japi” (refiriéndose a su propia erección), “a ver, pelá el fideín” (refiriéndose a mi erección). El dialecto también incluye el apelativo “muñeco” para referirse a cualquier persona de sexo masculino, o su derivación “muñecardo”, el “¡a cagar!” como interjección que denota que se cansó de discutir y que cualquier cosa le viene bien, el “¡qué tornillo!” para indicar que la temperatura circundante es baja (sobre todo si el descenso de temperatura tiene que ver con el viento que entra por una ventana) y una deformación portuguesa de la palabra castellana “toque”: “toquesao”, que significa momento (“Gordito, aguantame un toquesao que voy al ñoba”).

– No es cuestión de secundarme, lo que quiero saber es si querés ir o no. A mí me da lo mismo.
– Yo voy pero quiero estar con vos nada más.
– Por eso no hay drama. Vos hacés lo que querés, si te sentís incómodo me decís y nos vamos. Nadie te va a obligar a nada, yo ahora lo llamo a Tiago y le aclaro bien cuáles son las condiciones.
– ¿Y tu amigo para qué quiere que vayas a verlo?
– Yo que sé, es como una consultoría, supongo, después me pregunta cómo mejorar su servicio.
– Okay, pero mirá que si te veo hacer algo con algún otro me pongo malito.

Quince minutos después, tres cuadras antes de llegar a la dirección que me indicó Tiago, suena mi celular.

– Sí, ¿qué pasa Tiago?
– ¿Me comprás forros? No tuve tiempo de comprar antes de venir.
– Okay, ¿cuántos querés?
– Comprá 15 cajas.
– ¿Qué? ¿Me estás jodiendo?
– Dale, comprá y después yo te las pago.

No tengo ganas de discutir con el taxista parando la oreja, así que le digo que sí y corto. Marcos se ofrece a ir a comprar los forros: “andá vos y fijate como es la onda”, me dice, “mientras yo voy hasta la Shell a comprar fasos y los globitos para tu amigo. Te llamo al celu y me decís si subo o nos vamos”.

Toco timbre y me abre la puerta un flaquito vestido con un mameluco de mecánico. La casa es un PH bien decorado, con desniveles. Hay unas estanterías con libros (alcanzo a ver a Isabel Allende y a Paulo Coelho). Sosteniendo los libros en un estante hay un reloj de arena y un cubo mágico. Hay una puerta de vidrio que da a un patio donde cae en picada el sol de la tarde, un bulldog enano apoya la nariz contra el cristal, jadea y empaña el cristal hasta que se le borronea la cara.

Subimos por una escalerita en espiral y entramos a un dormitorio. Cuando se me acomodan los ojos a la oscuridad veo a Tiago, de espaldas arrodillado sobre la cama. Lo reconozco por el culo chato y lampiño. Tiene puesta una máscara de cuero que le cubre la mitad de la cara, hasta la nariz. El pecho está descubierto, cruzado por un harnés también de cuero y tachas. El suspensor también es de cuero y le tapa la pija pero le deja el culo al aire. Ahí me doy cuenta que sostiene un rebenque con la mano derecha y que está sentado sobre las piernas de un tipo que está recostado boca abajo en la cama.

– ¿Qué hacés puto? – me dice, haciéndome señas para que me acerque.

Me da un beso en la mejilla. Odio llegar tarde a las orgías. Es al revés que en los cumpleaños. En los cumpleaños lo mejor es llegar tarde, cuando ya circulan los sánguches de miga y los grupitos ya coagularon: es más fácil sumarse a las conversaciones que iniciarlas torpemente y romper el hielo. En las fiestas negras es al revés: cuando llegás tarde no sabés cómo saludar. ¿Le das la mano a todo el mundo y te presentás diciendo el nombre? ¿Les das un beso? ¿Tirás un “hola a todos, saludo así en general así siguen con lo suyo, no se preocupen, me llamo Christian, soy amigo de Tiago, el muchacho ese de la máscara de cuero y el culo chato”? Opto por saludar de a uno con un beso, salvo al que está inmovilizado boca abajo. El del mameluco se desnuda: tiene la pija parada.

– ¿Querés algo para tomar? – me pregunta, señalando la mesita de luz.

Hay una hilera de botellas (whisky, gaseosas, licor, cerveza, gancia) y una bandejita con un polvito blanco y unas pastillas de colores.

– Sí, un poquito de Mirinda – contesto.

Suena mi celular, es Marcos. Me pregunta cómo está la cosa. Le digo que todo bien, que toque timbre que bajo a abrirle yo.

– Compré diez cajas, no tenían más. ¿Alcanza?
– Sí, sino que las vaya a comprar él, que no rompa.
– ¿Y cómo está la cosa? ¿Hay algún dogor peludo con una linda zapán?
– Ni en pedo, son todos flaquitos lampiños.

Subimos juntos la escalerita y entramos a la habitación. Marcos me agarra fuerte de la mano y se va hacia una esquina. Dice un “hola” que apenas se escucha.

– ¿Cómo se llama tu amigo, Christian? – me pregunta Tiago.
– No es mi amigo, es mi amo – contesto. – Y tiene lengua, así que preguntale a él como se llama.
– ¿Cómo te llamás vos? – insiste Tiago, ahora dirigiéndose a Marcos.
– Llamame como vos quieras – contesta Marcos, serio y un poco incómodo.
– Perfecto, te voy a llamar “perro”, entonces. Vos – dice, hablándole ahora al del mameluco que está en cuatro patas lamiéndole los pies – pedile por favor que te deje chuparle la pija. Pedíselo con mucho respeto y capaz que te deja.

Marcos me agarra del brazo y me coloca frente a él. Me mira a los ojos y me besa con fuerza, como si inflara una burbuja de energía que lo va a proteger del cuadrúpedo que se acerca gateando por la alfombra, apenas visible en la penumbra de la habitación que huele a sahumerio de manzana verde. El tipo se desliza lentamente con la cabeza agachada, atravesando una por una las líneas de luz que se cuelan por las ranuras de la persiana.

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