Segundo día en La Habana (continuación)
Nos ponemos a caminar hacia el Malecón, hacia el mar.
– ¿Qué son esas carpetas que llevás? – le pregunto.
– Vengo de estudiar – responde.
Es profesor de gimnasia, está estudiando y también da clases de eso en un primario.
– Tú tendrías que bajar unos kilitos.
– Esas cosas no se dicen, es mala educación decirle a alguien que recién conocés que es gordo.
– Yo no dije gordo, unos kilitos, así estás más fuertecito.
Le convido mentas fuertes, de las que me traje un cargamento de Buenos Aires, pero igual se me están por acabar. Pregunta boluda: ¿hay de éstas acá? Sí hay, pero no como estas. ¿Y chicles? Sí, pero son caros. Vamos a un kiosco y los únicos chicles que hay son los bazooka, horribles. Mentas, sólo caramelos de menta duros, también horribles. Antes de entrar al negocio me dice:
– Mira, es muy posible que nos pare la policía. A ti no te van a decir nada, pero diles que somos amigos. Sino me van a molestar a mí.
– ¿Por qué?
– Porque aquí hay gente que acosan a los turistas y la policía no quiere eso. Y por eso piden identificación y si no la tienes en regla te ponen una multa o te llevan.
– ¿Adónde te llevan?
– No pasa nada, sólo te llevan para molestar, un par de horas.
Entro al negocio solo, él se queda afuera. Compro una TuKola, para él una malta. Cruzamos la calle y nos sentamos en el paredón del malecón, mirando el mar.
(Mi cuaderno de notas clava los frenos en este punto, hay una raya que cruza todo el rincón y luego dice LO GRATIS. Luego otra raya y siguen las notas).
El mar, las piedras, las olas, la gente sentada mirando el mar y las piedras, el viento que entra y sale de Cuba. La gente que pasa caminando: blancos, mulatos, negros.
Me acuesto boca arriba con la mochila de almohada, lo veo de costado, con las piernas colgadas sobre la espuma de las olas, de perfil. El mar hace eso: crea esa intimidad, esa comodidad aunque estemos rodeados de gente. Le pregunto cómo se siente, si le gusta vivir en Cuba. Cuando estoy feliz con el milagro de haber tendido el dedito con la lucecita en la punta y haber hecho contacto, me sale preguntar así: me pongo muy Luis Majul: Christian, teléfono, casa.
Bárbaro quiere irse de Cuba. ¿Dónde? Las Vegas, responde, sin dudar. Veo las piletas romanas del Ceasar Palace, Elvis casándote al ritmo del Rock de la cárcel, el rubio ese que se lo comió un león, pero no digo nada. Mi abuela se podría haber ido en los 80, pero se quedó, me parece que ahora se arrepiente. Le digo que quizás si se fuera después querría volver. Yo me fui a vivir a Estados Unidos, le cuento, viví allá 6 años y ahora volví a Argentina. Nadie vuelve a Cuba, dice. Su voz es llana, sin inflexiones, levemente musical. Ese es uno de los misterios de mi estadía: ese medio tono, sin enojo y sin resignación.
¿Hay racismo en Cuba? Sí, así, a boca de jarro, esto es programa periodístico de cable, sin concesiones. No, dice. Todos tienen una abuela negra. Le digo que en Buenos Aires sí. No con negros, porque hay pocos, pero sí con bolivianos, paraguayos y peruanos, con coreanos, etc. Me explica los distintos tipos de negros. Hay como 8, pero se me olvidan los nombres. Mientras charlamos se acercan varias personas con recetas de medicamentos a pedirme guita. ¿Cómo se dan cuenta que soy turista?, le pregunto. ¿Es por la ropa? Por la ropa, por el aspecto, por el color de la piel. Le pregunto si hay forma de camuflarme para que nadie venga a pedirme nada. Me dice que no.
¿Qué hace para divertirse? El gimnasio es un vicio para mí, dice. Antes que hacer nada, hago gimnasia. Se nota, digo, baboso, señalando con los ojos los bíceps y el pecho. ¿Televisión? Horrible. ¿Películas? Habla del cine ruso que inundó la isla durante años. Lo describe así: Aparece un hombre, luego aparece una mujer con un gato, FIN. Le gustó Fresa y chocolate. Le gustan las películas “simples”, “de vida cotidiana”.
Me pregunta por Estados Unidos. Me pregunta por Las Vegas.
– Está lleno de hoteles gigantes, bastante baratos. Uno con forma de barco pirata, otro con forma de pirámide de vidrio. Todo es gigante, todo es imitación medio ridícula. Y no hay nada para hacer salvo trabajar en los casinos o en los shows. La ciudad está en el medio del desierto.
Pero lo entiendo: toda su vida sumergido en el esfuerzo, el racionamiento, la efemérides perpetua. Entiendo su sed de cartón pintado, esa sed. Agarro la carpeta que apoyó en el tabique pero me la saca de la mano. Quiero ver tu letra, le digo. No, escribo muy mal, con muchas faltas de ortografía, dice.
Ya se está haciendo tarde y tengo que volver al hotel, es la última noche en Cuba de Ariel, mañana ya vuelve a Buenos Aires. A mí me queda una semana más en La Habana. Me acompaña caminando hasta el hotel. Me divierte el latiguillo “no me creas…” al final de las frases. Significa: “no estoy seguro”. “Era una película argentina, no me creas…”. Caminamos pero cuando va a decir algo que considera importante me toma del hombro, se frena, se pone frente a mí, dice lo que tiene que decir mirándome a los ojos, y luego reemprendemos la marcha. Tengo ganas de darle un beso. Algo. Le digo:
– ¿Podés entrar conmigo al hotel?
– No, no me dejan pasar.
– ¿Por qué?
– Tendría que pagar mi habitación, no me dejan pasar contigo. Se dan cuenta que soy cubano y no me dejan pasar. Sólo al lobby.
– ¿Hay algún otro lugar para ir?
Se frena, me toma del hombro y me hace girar. Me mira a los ojos. Todo alrededor se borronea y se silencia.
– Christian, ¿a qué lugar te refieres? ¿A un monte o a un campo? ¿Qué tipo de lugar?
– A una habitación.
– Sí hay, claro – sonríe y se muerde los labios.
– Igual hoy no, mañana.
Quedamos en vernos al otro día. Le pido un teléfono. Me dice que no tiene teléfono en su casa. ¿Algún vecino? No, dice. Solamente un amigo pero vive bastante lejos. Y es sordo. Se encoge de hombros y se sonríe otra vez. Quedamos en vernos a las 3 de la tarde frente al hotel, en Copelia. Le doy un abrazo y subo a la habitación.
Ariel está de buen humor. Estuvo todo el día con un mulato caminando por la Habana vieja. A mí no me gustan los mulatos, pero bueno…, dice. Me muestra una foto que le sacó al pibe. No se le ve la cara, está demasiado lejos. Sólo se le ve el físico. Yo me tiro a dormir, estoy cansado. Al otro día, a la mañana nos despediremos en el lobby del hotel. Yo dejaré el lujo del Habana Libre por un hotel barato. Pero ahora está en la puerta de la habitación, a punto de subir a ver el show. Y antes de apagar la luz y cerrar la puerta dice, sonriendo:
– Parece que vos también encontraste un mulato. Pasé por el malecón y te vi. Se te veía bastante entretenido.
Me gusta cuando puedo vivir ese momento con quien lo cuenta. Intimo, dulce, fresco, simple. Quiero que ya sean las tres de la tarde para ver que pasa…
Un abrazo.
muy buen relato xtian!
te sigo hace bastante y me encanta como escribís
yo también quiero que sean las tres!
abrazz
m.
QUE PASA QUE NO ESCRIBIS MAS???
AHORA QUE TODOS LOS BLOGGERS SACAN LIBROS (Y LIBROS QUE ESTAN BUENOS, QUE UNO LOS LEE CON PLACER DEL MISMO MODO) VOS NO HACES NADA MAS? AUTOMOTIVATE QUERIDOOOOO. YO SOLIA LEERTE SEGUIDO, AHORA HACE MUCHO QUE NO ENTRO PERO PORQUE SE QUE NO ESTAS, O ESTAS LEJOS, MENTALMENTE…
BUENO, UN SALUDO, SABE QUE SI QUERES TENES PUBLICO, NO TENES MAS QUE CONTINUAR CON TU HERMOSA ESCRITURA.
BESOS.
way to go, Xtian! me encantó tu blog, y quedo aquí esperando, comiéndome las uñas, a ver qué pasó con el cubano. Yo también quiero ir a Cuba antes de que la “civilización” la tape.
Te mando una pasta frola virtual gigante.
Muy bueno tu blog, me quedo como viviana, a la esperaa….. Yo quiero pasta frola tambien.