Multitudes

[16 de Febrero de 2001, 10.09 pm, San Francisco, CA]

He recibido pilas de pedidos para que vuelva a mis emails chabacanos, a la sordidez de mis peripecias amatorias, al ríspido terreno del sudor gratuito y el mordiscón sincopado.

Conocí a un tipo online, vieja historia. Su nick prometía lo peor: “Musculoso31” o algún intragable similar. Lo cierto es que luego de semanas de intensa actividad chatera, su nick era el único inexplorado en la lista. Lo embestí con un privado y respondió. El musculoso31 podía escribir en inglés con cierto nivel de sofisticación, ya era un avance. No pidió enseguida una foto, charlamos tranqui, le caí simpático: vivía en Oakland, del otro lado de la bahía. Le mandé mi foto. Cuando la vio, dijo “Cool”. Le pedí que se explaye: ¿”Cool” = “No te cojo ni aunque seas el último bípedo humanoide vivo en la tierra”? ¿”Cool” = “Tenés cara de buen tipo”? ¿”Cool” = “Te voy a revolver la polenta hasta que espese”?

El punto quedó en suspenso, mientras me pedía que revisara la foto que me acababa de enviar. Me preguntó donde vivía. Abrí la foto. Una foto decapitada, un torso desnudo y sudado. Una malla azul de lucha libre, un cuerpo atlético. Y tetón. Y griego, helénico, compatriota de Sócrates y Vangelis. Mi primer reacción fue echarle flit al bribón con alguna línea de este tipo: “Bueno, si me gustaran las tetas sería heterosexual. Suerte”.

Le dí mi dirección y al segundo me arrepentí. Aún si las tetas, la malla y el sudor eran reales… ¿qué hacer con el rostro ausente? Más con estos griegos que tienen toda esa muchedumbre de minotauros, dioses con cabeza de codorniz y mezcolanzas de ese tipo. ¿Y si este era un nuevo tipo de dios olímpico? ¿Cuerpo de atleta tetón y cabeza de Rómulo Berruti?

Le dí la dirección y sentí el clic de la transición hacia la esfera de lo real. Permaneció en línea luego que le dí mi dirección: hablamos de sexo seguro, de compatibilidades sexuales y de respeto mutuo.

“Bueno, en una hora podría estar ahí”. Que marche con fritas.

Desapareció y yo volví al estado de incertidumbre. Penélope tejiendo y destejiendo: el tenía mi teléfono y mi dirección y yo solo su dirección de correo. Pasó una hora entre que me bañé, hojeé revistas varias y recorté la cara de Freddy Prinze Jr de la People, le hice dos agujeritos en los ojos y otro en la boca en caso de que el mutante griego fuera horrible y tuviera que pedirle que se pusiera la máscara ritual.

Sonó el timbre y abrí la puerta. El griego tenía puestos jeans y remera, pero yo lo venía en la malla azul brillante. Tenía el pelo casi totalmente rasurado, la cara redonda pero masculina, los rasgos afables y cincelados. Lo hice pasar. Le indiqué el living y nos sentamos en el sofá. Charlamos un rato. Se reía con facilidad. Había nacido en Atenas pero luego se mudó a Alemania. Había visitado Buenos Aires en pleno infierno inflacionario alfonsinista. Tenía un acento sólido, cuadrado, pero hipnótico. Se lo veía simple y atractivo, abierto, honesto.

Y yo sentía dentro mío crecer la ola de: “¿Le gustaré?”. ¿Es esto cordialidad o atracción mutua? Y yo estaba mas quedado que de costumbre.

De pronto me dijo: “¿Tenés alguna película para mirar?” Al mirarlo entendí que no se refería a “El séptimo sello”. Yo sí tenía, pero mi videocastera y mi tele están aún metidos en las cajas de la mudanza. ¿Qué hacer? Lo metí en la habitación de la gallega y puse una película. A los tres minutos me pidió ir a mi habitación.

La secuencia que sigue podría terminar impresa en una serie de vasos griegos encontrados en algún templo en ruinas en las afueras de Atenas: el combate que nos devuelve a la violencia primordial, la violencia de la carne apilada sobre la carne.

Quizás también sea una muestra de lo que la ONU nunca logrará, la unidad de los pueblos, la abolición de las barreras culturales en un continuo panracial, una gran sopa de sabores difusos hirviendo en la gran olla Essen del sexo porque sí. En el medio del escarceo sexual yo hablaba entrecortadamente y el griego me miraba con cara de Orfeo volviendo del más alla. No entendía nada, pero me preguntaba suavemente: “¿Queeeeé?” y yo le sugería nuevas avenidas de exploración, nuevos atajos, rodeos y entradas de servicio. El sonreía y cumplía órdenes/súplicas y transpiraba, mi dios como transpiraba.

El griego había hecho lucha libre profesionalmente hacia unos pocos años y se notaba. Fueron dos puestas de espalda para el recuerdo y de esa no me salvó ni William Bu.

Ahí vino mi otra sorpresa: luego del obligatorio aseo personal postcoito: el griego seguía en pelotas, caminando por la habitación. El sexo había sido furtivo y telegráfico, pero ahora viraba tranquilamente hacia otro carril. Se sentó sobre la alfombra (no tengo sillas), jugó con la computadora. Yo me recoste en la cama y me dediqúe a observarlo. Se levantó. Un pedazo del papelito roto del forro que habíamos usado se le quedó pegado en el culo. Perseguí el papelito suspendido en el aire por toda la habitación, absorto. Luego se puso su slip y la remera y lo invité a que se recostara conmigo. Charlamos un poco más. Se llama Pavlos, y por como se mueve en la cama realmente parece muchos, multitudes de Pablos.

Me pregunto cuán lejos estábamos del Castro. Le dije que a unas 12 cuadras y que si quería podíamos caminar juntos hasta ahí. Dijo que le parecía bien. Lo acompañé unas cuadras, nos abrazamos al despedirnos, se fue.

Volví a casa y le mandé un mail simpático saludándolo. Lo respondió al otro día. Y hoy sonó mi celular mientras apuraba los últimos bocados de mi burrito de carnitas en Pancho Villa.

Era él y venía en media hora.

Pero esa, quizás, ya es otra historia.

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