El arte de perder (Río, hace unos días)

Me pasó ya otras veces. Al principio, cuando estoy de viaje, sigo con el mismo nivel de atención (y compulsión) que en Buenos Aires. Me toco los bolsillos todo el tiempo para chequear que no me olvidó las llaves o el celular, reviso la puerta para asegurarme que quedó cerrada, prendo la luz del celular y enfoco el asiento del taxi para asegurarme que no se me cayó nada. Pero en algún momento me relajo, mi atención se vuelve más dispersa y flotante, y empiezo a perder. A perder cosas. Primero, la gorra. Una gorra con valor sentimental, que me gusta y no me aprieta, que se bancó ya tantas lavadas y no perdió la forma. Y luego, al otro día, insólitamente, los lentes de leer. Los que me salieron bastante porque me los hice en una óptica, y que llevaba en el bolsillo en su estuche, cuando salí a andar en bicicleta por lagoa.

Me preocupo, porque al otro día tengo que tomar el bus a Petrópolis, temprano, y ya son las 8 de la noche. En las farmacias de Brasil, no venden. En Lojas americanas, según me cuentan, solo online. Me recomiendan ir a una óptica, pero tampoco quiero gastar tanta guita. Me dicen que hay un puesto al lado del supermercado Zona Sul de General Osorio, así que al otro día me pongo el despertador y voy. Pero no, el puestero solo aparecerá después de las 9.30 o 10. Y a esa hora ya tendría que estar camino a la terminal, así que no tengo otra opción que probar con las ópticas.

La primera, muy pipí cucú, resulta ser un robo a mano armada. Me quieren cobrar 210 reales por unos lentes bastante genéricos, así que salgo despedido, apurado y a la cuadra entro en otra óptica. Acá no tienen. Sigo caminando y entro en otra, y esta es la última porque ya me estoy quedando sin tiempo. Acá hay dos mujeres, una de ellas me dice que sí, que me siente, que me muestra lo que hay. Espero que no sea muy caro, digo. No, no te preocupes, dice la morocha, simpática. 60 reales es, sí, un precio razonable.

No me quiero sentar, no tengo tiempo, pero no me puedo negar porque la morocha es macanuda. Y quiere darme servicio de óptica, me pruebo tres, y rápidamente elijo uno. Me lo hace probar para ver si tiene que ajustar las patas, y no. Le cuento que en la otra óptica me quisieron cobrar 210 y se espanta. Me apuro a pagar, y saco 100 reales, pero no, no tiene cambio. Me pregunta, como todos en Brasil, si no tengo tarjeta, porque en Brasil es raro que alguien pague con efectivo. No, no tengo. Le cuento que me la clonaron en un viaje anterior, y que esperaron un par de meses y me vaciaron la cuenta.

Se espanta, y empatiza, y me cuenta que a ella una vez en un supermercado le pasaron 6 veces la misma cifra, y luego partieron todo ese monto en cuotas. Supongo que para que se note menos el gasto. Igual no fue tan grave como lo tuyo, me dice. Sí, digo, poniendo carita de pobrecito compungido. Busca cambio pero no tiene, y entonces tacha el número en el recibo y lo cambia a 50. Te cobro 50, dice, tengo que compensar yo (y se pone las manos en el pecho, cerca del corazón), lo malo que te pasó acá en Brasil, dice. Me gusta su filosofía, y me gustan los descuentos.

Muchas gracias, le digo, sos muy generosa. No, un placer, dice. Ya me quedé sin tiempo y debería correr a la terminal como Cenicienta antes de que el bus a Petrópolis se convierta en calabaza, pero no puedo. Me cuenta que ella es así, que le gusta ayudar a la gente, que somos todos hermanos. Y que ya ayudó a otra argentina, que vino a la óptica porque cuando subía por una calle, un mozo bajaba con una bandeja, y con la bandeja le pegó en el anteojo y en el ojo. Y que ella estuvo buscando durante el feriado de año nuevo, un médico que la atendiera, y la ayudó también a armarle unos anteojos, rápido. Que ahora la mujer, Amanda, quedó muy agradecida.

Yo siempre rezo, dice, llevándose otra vez las manos al corazón. Y es importante que nos ayudemos todos como hermanos, porque así Dios lo quiere, y yo siempre me siento bendecida. Claro, asiento, eso es cierto, digo. Es todo una cadena que empieza en él, insiste. Su luz es para todos, digo, sorprendido de mi súbito fervor religioso. Ya me dio la bolsita con los anteojos, y me tomó las manos, y por un momento siento que podría besármelas. Y yo, si me dieran una pandereta, podría acompañar algún villancico.

Pero no, me voy, agradecido, más liviano, contento. Porque Dios actúa de maneras misteriosas, y a veces bendice con descuentos a los más conspicuos pecadores.

Coda 1: Las pérdidas continúan. Llego 20 minutos antes de la salida del bus a la terminal, pero igual lo pierdo, porque el pasaje que saqué online decía que la empresa que me llevaba era Única, pero el bus que sale es el de la empresa Fácil, que son intercambiables, y nadie me avisa.

Coda 2: apenas tres horas después, cuando finalmente llego a Petrópolis, y apenas bajo del colectivo, me cruzo con un puesto donde venden lentes de leer. Me compro uno, para tener un backup, y me sale 25 reales. La mitad de lo que me salió el bendecido.

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