[Acá van las últimas 3 jornadas en Cayo Coco, lo que sigue después de estos 3 capítulos es La Habana]
Slideshow de los últimos días en Cayo Coco:
Cuarta Jornada
1. Vuelvo de la playa hacia el lobby del hotel en busca de un trago. Al costado, en el escenario en el que a la noche presentan los shows, hay un pavo real. Alguien lo puso ahí, es parte del entretenimiento de la tarde. Frente al pavo está la rubia boba que anima el show infantil de la noche. Tiene una voz estridente y no importa en qué lugar del extenso complejo te encuentres, escuchás su exclamación fetiche: “Bye bye, Mickey Mouse”. No entiendo qué significa eso, pero por eso mismo, como los versos más ridículos de una canción mala, no puedo sacármelo de la cabeza. La rubia boba está todo el día vestida de rubia boba: mini-shorts, tacos, top y vincha. Maquillada a rabiar aunque sean las 3 de la tarde. Intenta enfocar el pavo real, pero el pavo se mueve y justo cuando logra acomodarse, el pavo esconde el plumaje. Ella se sienta a esperar, yo me siento a esperar también, más lejos, con mi daikiri. La rubia le pide a un pibe que le saque una foto junto al pájaro. Sube al escenario, los dos despliegan sus plumas, clic.
2. Se hace de noche y espero el show. De pronto, más allá, de la oscuridad que rodea la pileta, aparece una silueta corriendo. Es Ariel, que se acerca agarrándose el pecho, recuperando el aliento. “Estaba lo más bien tirado en la reposera, mirando las estrellas y me atacó un murciélago. Te juro.” Ariel vive en un piso 18, una vez entró un murciélago en la casa. Se asustó muchísimo.
3. Show caníbal: reina caníbal y cuerpo de bailarines súbditos. El animador elige entre el público a candidatos a rey caníbal. Los presenta y les mira por el elástico del pantalón quién tiene mejor dotación. Gana un viejo mulato con un gigantesco afro. Entre los candidatos descartados está el pendejo hermoso que se la pasa franeleando con su novia también hermosa. Cuando el animador le mira la pija estirando el elástico hace señas de que la tiene muy chiquita. Es justicia, pienso. Igual las bailarinas se lo llevan para atrás franeléandolo. También se prende un bailarín que exagera sus gestos de mariposón.
Quinta Jornada
4. Ariel quiere ir a recorrer el sector de las canchas de tenis del hotel, yo prefiero quedarme al costado de la pileta, mirando el cielo celeste como un slip, manchado por el semen de las nubes. A rato lo veo aparecer corriendo como la noche anterior, espantado, pero esta vez claramente delineado en la luz vertical del mediodía. “Boludo, venía caminando lo más bien y de pronto aparecieron unos pájaros negros. Me atacaron, me picoteaban la cabeza, me querían sacar los ojos.” No puedo prestarle atención, me distrae la imagen de Tippi Hendren en la película de Hitchcock, refugiándose en una caseta telefónica. Me distrae el refrán ese de cría cuervos. Trato de tranquilizarlo con un chiste: “Es la naturaleza violenta, al fin y al cabo esto era de ellos y ahora pusieron estos hoteles all inclusive, que a ellos no los incluye”. El juego de palabras es bastante idiota, pienso, apenas termino de decirlo. Después le pregunto al tipo que cuida el chivo si hay pájaros negros por acá y si atacan a la gente. Sí, los totines, te picotean la cabeza y te tiran del pelo, dice.
5. A la tarde tomamos un colectivo para ir a Cayo Guillermo. Ariel asegura que el lugar es increíble, mejor que Cayo Coco. Me explica las razones, que a mí me resultan recónditas. Hay gente que cata playas, así como otros catan vinos o aceite de oliva. Cuando llegamos las diferencias me parecen sutiles, unos metros más de playa, el tono es más azul y menos verde. Pero después si nos alejamos un poco más y ahí no hay hoteles. Sólo un quincho, una especie de parador ínfimo (que se llama Hemingway), la arena y el mar. Y gente del lugar disfrutando del sol y el agua. Me meto en el mar y miro hacia la costa. Por primera vez el horizonte está vacío de edificación hotelera. Esto sí: el agua tibia, el agua turquesa, una línea blanca de arena, algo de verde más allá: un vacío acogedor de agua, tierra, aire, fuego. Ariel se acerca haciendo la plancha y dice: “Qué lástima que todo esto está sin explotar, ¿sabés lo que sería esto con un 5 estrellas ahí?”
6. Ariel aprovecha para hacer recorridos por los hoteles. Pide hablar en cada lugar con el/la relaciones públicas, dice que es de una agencia de turismo y le muestran los lugares. Ariel es catador de hoteles. Yo lo que veo es una seguidilla de laguitos artificiales, vasijas recostadas, flamencos art decó, colores pasteles, pinturas mersas (hay un techo que imita ser el techo de una carpa y reproduce los pliegues de la lona, a Ariel le parece genial), enredaderas en relieve, barcos en relieve saliendo de las paredes, miembre, azules, loros colgando de los techos, potus.
7. A la noche, luego de un show en la playa (bailarinas hawaianas que escupen fuegos y concurso de shakiras y shakiros – a ver quién se contonea más –) vamos a bailar a la “villa de los trabajadores”. Como siempre, vamos en combi, unos 15 minutos, el camino se pone cada vez más oscuro. Finalmente salimos de la ruta y zigzagueamos entre las calles oscuras, con casas como cajas de zapatos a los costados. La combi frena y nos deposita frente a lo que parece una estación de servicio. Pagamos la entrada y entramos. Son dos ambientes pequeños, en uno sirven tragos, en el otro pasan música, pero todas las personas que vemos son turistas del hotel. Las ventanas están abiertas y afuera se amontona la gente del lugar. No les alcanza la guita para entrar porque el valor de la entrada es exorbitante para ellos, casi un cuarto de sus sueldos mensuales. A Ariel se le acerca un pibe y le pide guita, le pide por favor entrar. Ariel le paga la entrada a pero el pibe no entra, se escapa con la guita. Me siento a mirar por la ventana. La noche está tibia, a lo lejos se ven las casas a oscuras, con personas sentadas en grupos en los frentes. Y acá nosotros, los turistas, bailando estúpidamente entre nosotros, aburridos. La combi pasa cada una hora a buscar a los que quieren volver al hotel. En la primera combi que viene volvemos todos y el lugar queda vacío.
8. Me despierto por un grito de Ariel. Veo la luz del baño y corro hasta ahí. “Estaba cagando y de pronto apareció una iguana gigante, transparente. Ahora se metió atrás del espejo.” Le digo que se calme, que no atacan a los humanos. Ariel insiste con dejar la luz prendida del baño. Le digo que no puedo dormir con la luz prendida y después de un rato de insistir la apaga. Está claro que se trata ya de una conspiración animal contra Ariel y que no van a parar hasta que nos hayamos ido. Falta poco, apenas un día más.
Sexta jornada
9. Al mediodía vemos pasar a un tipo con un cartel que dice “Masajes”. Le preguntamos cuánto sale y nos dice 25 pesos. Le lloramos el precio y lo convencemos cuando le decimos que somos argentinos. Acepta hacernos un masaje por 15. Quedamos en que Ariel va 17.30 y yo 18.30. “Es demasiado barato” dice Ariel, un poco sorprendido.
10. A la tarde decidimos hacer snorkelling. Nos llevan hasta una cabaña frente a la playa y nos explican cómo colocarnos el buzo salvavidas y el snorkel. Mientras esperamos que vuelva la lancha charlamos con los cuatro instructores. Cuando les decimos que somos argentinos lo primero que nombran es Montaña rusa, la novela de adolescentes. Parece que en Cuba hizo furor. “Qué gritones que son” dice uno. Todos están de acuerdo. Después mencionan al Che y recuerdan los domingos rojos que impuso (días de trabajo comunitario obligatorio) y el servicio militar obligatorio. También conocen las películas de Eliseo Subiela y especialmente El lado oscuro del corazón. Y a Francella. Ustedes son buenos para los seriales, dice uno (se refiere a Montaña rusa). Ariel entiende cereales. Aquí no hay cereales, dice otro, sólo frijoles y el quáker. Ariel dice: “Pero acá la comida no es mala”. Y los tipos se le ríen. “Esto no es Cuba, tienes que ir a La Habana y me dices”. Hacen un chiste de tiburones. Un tiburón que va a las costas de Norteamérica y vuelve gordo y acariciándose la panza. Lo mismo con el tiburón que va a Canadá. El que va a La Habana vuelve flaco y todo arañado porque se lo quisieron comer a él. Preguntan por la carne, los churrascos, el asado. Aquí sólo frijoles, como te decía, nada de carne, dicen. Ariel habla de la calidad excelente de los médicos cubanos. Uno de ellos dicen que los mejores médicos se van a Venezuela u otros países. Uno de sus compañeros interviene y le dice pero tú no digas que no te podrías haber hecho la operación que te hiciste tú que sale miles de dólares y no pagaste nada.
11. Llega la lancha, subimos y nos metemos mar adentro. Arriba del bote hay una matrimonio de italianos muy simpática, que ya nos habíamos cruzado. Ariel le pide a la mujer que nos saque una foto. Clic. Después Ariel me pide que me corra un poco y se saca la misma foto pero sin mí. La mujer no entiende, yo tampoco, pero saca la foto. La lancha se detiene, saltan al agua los que hacen buceo y los que hacemos sólo snorkel nos sentimos nenes de jardín de infantes. A los de sala naranja nos llevan más allá. Ahí abajo todo es lento y pesado. Las cosas se hinchan y se hamacan, las líneas se tuercen y ganan volumen, todo está callado y vivo. Trago agua, mucha. Hasta que me explican cómo ponerme bien el snorkel. Cuando vuelvo a zambullirme, ahora sin tragar agua, me llaman: es hora de volver. Juntamos a los buceadores y enfilamos para la costa. Estamos todos en silencio, atontados por el viento y el rugido del motor. “¡Delfines!”, grita alguien. El que maneja la lancha los ve y cambia de dirección para seguirlos. Entre las ondulaciones de agua, más allá, diviso el lomo gris metálico de dos o tres delfines. Todos gritan, aplauden, señalan. Pero se alejan demasiado rápido y los perdemos. Nos volvemos a sentar. Se me caen algunas lágrimas de los ojos.
12. A las 18.30 voy a darme el masaje. Ariel sale con una sonrisa beatífica. El negro (se llama Edwin) me pide unos segundos para acomodar el gabinete. “Está buenísimo y es muy barato, te va a encantar”, me adelanta Ariel.
Edwin (un negro feote, petiso y gordo) me hace entrar y cierra con llave. ¿Me saco toda la ropa?, pregunto. Como quieras, si te sientes cómodo, sácate todo. Me saco todo y me indica que me acueste boca abajo. Hace calor y no hay ventilador. ¿Quieres cubrirte?, me pregunta, señalando una toalla. Supongo que se refiere a si me quiero cubrir el culo. No, está bien, le digo.
Me empieza a masajear la espalda y cada tanto me apoya un poco el bulto en el brazo que tengo extendido al costado. Igual con estas cosas no se sabe, también pasa con el peluquero, que te apoyan y no se dan cuenta, pienso. El bulto está un poco más duro de lo normal. ¿La tiene parada? Mejor me relajo y pienso en un océano o una nube: visualización. Espalda, cuello y piernas. “¿Te masajeo los glúteos?”, pregunta. “Sí, como quieras”, digo. Me embadurna con aceite y me empieza a masajear los cachetes. Después baja haciendo una curva de los cachetes a los muslos y con cada curva se acerca cada vez más al agujero del orto. ¿Esto es normal?, me pregunto, ¿o me lo está dedicando? Con golpecitos se acerca más al agujero y llega a estar a un centímetro. ¿Me está cachondeando? Me hago el dormido, pero ¿qué pasa si se me para la pija? Justo en ese momento me pide que me de vuelta. Me hago el boludo, me miro la pija y compruebo que la tengo muerta (como la tenía toda aplastada no me daba cuenta, capaz que estaba a media asta). Me masajea los pies, las piernas, apenas el pecho y los brazos. Me pregunta qué edad tengo (37), si soy casado (no), si tengo novia (tampoco). No quiero decirle que soy gay, no le voy a decir que soy gay. Ariel me dijo que va a volver en octubre, me dice. Sí, digo, él sí, pero yo no, yo tengo que trabajar. Seguramente va a conseguir alguien aquí para casarse. Casi largo la carcajada, pero me la aguanto. Este se debe haber dado cuenta que Ariel y yo somos gays y anda revoloteando alrededor con estas preguntas. ¿Estás cómodo?, pregunta, cada dos minutos. Sí, respondo, cada dos minutos. Me masajea ahora los muslos y sube a la ingle, con golpecitos rápidos. La pija la tengo muerta pero con los golpecitos se me bambolea. Me pregunta dónde vivo. En Buenos Aires, a unas 20 cuadras de donde vive Ariel, le digo. Para cortar el flujo de las preguntas decido preguntar yo. ¿Está casado? (no, divorciado), ¿tiene hijos? (sí), ¿trabaja de algo además de esto? (sí, es médico y trabaja en el hospital de la zona), ¿te cansa hacer masajes? (sí), ¿cuántos hiciste hoy? (3, pero no te preocupes, estoy acostumbrado, a veces hago hasta 7), ¿las mujeres también se desnudan? (algunas sí, como algunos hombres). Cada vez que responde cada pregunta hace una pausa y luego dice Christian. “Algunas sí, como algunos hombres, Christian”. Con tanto masaje localizado se me para la pija. Digo “perdón”. Me dice: “No te preocupes, Christian, entre tú y yo no hay problemas”. No sé qué me quiso decir, que somos los dos gays, ¿o es parte del juramento hipocrático de los masajista guardar el secreto de que se te paró la pija durante el masaje? Me sigue masajeando como si nada, o mejor dicho, sin alejarse mucho de la zona de la erección. Dice: “mientras tú estés bien, conmigo no hay problema”. Pienso: ¿pero este masaje sale lo mismo que el común? No digo nada. Le doy 5 pesos de propina y listo, pienso y me relajo. No pasa nada, repite y me sigue masajeando. Abro los ojos y lo veo invertido, inclinando su cabeza sobre mí en la camilla, con toda la cara negra transpirada, como un helado derretido. El tipo es horrible, pero la pija no se me baja. Tengo ganas de que me pajee, o mejor, pajearme yo.
(Interrumpo acá un segundo porque acaba de acercarse Edwin, justo en este momento. En este momento, me refiero al momento en el que estoy escribiendo esto en mi libreta, que es al día siguiente del masaje, a la mañana. Estoy en el lobby del hotel desayunando, esperando que lleve la combi que nos llevará al aeropuerto, anotando todo esto para no olvidarme y de la nada se materializa el tipo y me pregunta si me voy hoy, si no voy a tener tiempo para otro masaje. Me quedo paralizado y disimuladamente cierro la libreta antes de contestarle. Me dice que si ya hice el check out y necesito ducharme antes del viaje que vaya al gimnasio, que en el gimnasio hay duchas. Le digo que no hace falta, que gracias. Me dice que se va a Venezuela, que se lo avisaron hoy, que no está seguro de querer ir, que ya una vez estuvo en Libia, pero que ahora le gustaría quedarse aquí. Se despide. Le deseo suerte. Me dice que cuando quiera volver que vuelva, que tengo un amigo aquí.)
De a poco se me baja la pija. Vuelvo a decir “perdón”, exagerando un poco mi incomodidad. Me dice que me quede acostado dos minutos. Como cinco veces repite que “entre nosotros” está todo bien. Estoy de nuevo a punto de decirle que soy gay, pero me callo la boca. Me pregunta cómo estuvo el masaje. Muy bien, le digo, mientras me visto. Le doy 20 pesos y le digo que se quede con la propina. Me da su tarjeta y me dice que Ariel le dijo que quizás vuelva mañana a la mañana antes de salir del hotel. Lo saludo y le digo por última vez “perdón por el accidente”. Me dice que “eso pasa”, “si a uno lo masajean en cierta zona… uno no es de piedra”. Ajá. Vuelvo a la habitación y le pregunto a Ariel: “¿qué onda el masaje degenerado?” No entiende. ¿No te masajeó el orto? Sí, contesta Ariel. ¿El 90% del tiempo? No tanto, dice. A él también le preguntó si era casado, si tenía novia, si había estado con alguna cubana. Pero Ariel cerró los ojos y se durmió. Y hasta dice que soñó. ¿Con qué soñaste?, le pregunto. Te pregunto nomás porque de acuerdo al sueño podría deducir si te metió el dedo en el culo o no.
13. Al otro día me despierto con otro grito de Ariel. Está sentado en la cama con una banana mordida en la mano. “Esta banana la agarré ayer del buffet. Mirá”. Me muestra la banana que está cubierta de hormigas. Corre al baño, a sacarse las hormigas que se le subieron al brazo. Al rato vuelve, tiene puntos rojos de las picaduras en el brazo.
Es hora de irnos de este hotel. Recoge tus cosas y largo de aquí. Nos espera La Habana.
Bueno, parece que a nuestro amigo el masajista le gustaste, capaz que si le decías que te pajee, miestras lo hacía te decia “es normal, estas cosas pasan”. Uno nunca sabe cuales son los parametros de normalidad del otro…
Un abrazo, y que bueno poder leerte recién salido del horno, sin tener que ir al freezer y descongelarte en el microondas. No hay con que darle, la comida recién hecha tiene otro sabor.
Cuando aparece la ambiguedad, como en las respuestas del masajista, habilita a hacer lo que más se nos plazca, porque se puede responsabilizar al otro por confundirnos con sus frases sugestivas.
Si tuviste ganas de que te pajee, le hubieras preguntado si quería hacerlo… por ahí se prendía… dicen que en Estados Unidos es muy común esa clase de masajes relajantes… a lo sumo te hubiera dicho que no.
Saludos
La proxima vez anda de viaje a OSLO, en invierno. Digo, el pobre ariel tiene zoofobia! Digo Oslo por que asumo en el invierno noruego no deben abundar los bichos!
Aunque vivir en un piso 18 en capital no te exime de algunas alimañas!
Saludos
ah, la cuota por el aviso personal ya fue saldada
Me imagino que yo le hubiese pedido que me pajee, acá los masajistas que se publicitan en las hot-lines creo que lo hacen. Peco de ignorante. Me empieza a caer mal Ariel, pobre. Jaja! Desesperadamente esperando los posts de La Habana!
Un maestro Ariel.
Definitivamente debe haber sido muy feo el masajista paraque ocn la pija parada al aire no tengas el coraje de pedir unos mimos extras.
No te estarás volviendo un poco heterosexual???
No te vuelvas heterosexual, por favorrrrrr!!
“Te pregunto nomás porque de acuerdo al sueño podría deducir si te metió el dedo en el culo o no.”
Jajajaja.
No sabes las ganas que me han dado de visitar Cuba desde que comenzaste a escribir de tu viaje.
Saludos Xtian