Esto no pasó así, ni en ese momento, pero no importa, estoy diciendo la verdad. Esto todo culpa de Damián y su llavero, del que cuelgan todas estas llaves, y uno no tiene más que probarlas, una por una en cada cerradura y de pronto se abre una puerta y uno se da de bruces (lees) con este recuerdo.
Fue en el segundo año del secundario, y eso sí lo sé, porque estábamos ya en el colegio viejo, esa casa antigua, con pisos de madera, techos altos, recovecos. A mitad de año sumaron a un pibe al grado. Se llamaba Castillo y era horrible. Caminaba encorvado, tenía la piel muy oscura y cubierta de acné, el pelo grasiento y desparejo. Lo más impresionante era su cara: sus rasgos parecían haber sido detonados uno por uno desde adentro: los ojos hundidos, la nariz torcida y ganchuda, la boca en una mueca interrumpida, etc. Y no, no era el resultado de un accidente, sino pura mala suerte. Me acuerdo que pensé, inconcientemente, que sería bueno que el tipo tuviera un accidente, porque al menos ese accidente le deformaría la cara con cierta lógica. Castillo no hablaba con nadie, se sentaba en el último pupitre y, simplemente, trataba de pasar desapercibido. Sólo nos enterábamos de su presencia cuando tomaban lista y el murmuraba un presente, y levantaba apenas el brazo. Usaba, además, pulóveres horribles todo el año, en cualquier estación, tejidos con trenzas gigantes y horribles.
Hablé una sola vez con él. Fue en un recreo. Yo bajé corriendo al kiosco a comprar un pancho y una coca. Había una promoción, así que compré dos panchos. Di la vuelta al patio con los dos panchos en una mano y la coca en la otra, pero no encontré un lugar dónde sentarme. Decidí volver al aula por la otra escalera, y ahí, abajo de la escalera, en un rincón, casi invisible, estaba sentado Castillo. Ahora veo este detalle, que en ese momento me pasó. Castillo estaba sentado abajo de la escalera, donde se acumulaban los pupitres rotos. Él también era un mueble roto. Ahora veo también este detalle: Castillo. Edificio abandonado, en ruinas, habitado por fantasmas.
En ese momento, simplemente, me senté al lado de él y le convidé uno de los panchos. Lo agarró sin decir gracias, como si ese pancho le estuviera destinado. ¿Vos te pajeás?, me preguntó, a quemarropa. Me quedé mudo, sin saber qué responder. La respuesta era que sí, pero en ese momento el tema era delicado, uno podía quedar eternamente catalogado como pajero. Pero ahí abajo de la escalera, en ese rincón, con Castillo, decidí contestar la verdad. Sí, me pajeo, ¿y vos? Todo el tiempo, dijo. ¿Cuántas veces es todo el tiempo? No sé, dijo, diez, a veces quince veces por día. Al final no me sale nada, pero es la única manera de que se vayan las voces. Te va hacer mal pajearte tanto. Sí, dijo, no tengo ganas de nada, me duermo todo el tiempo, pero las voces no paran. ¿Qué voces?, le pregunté. Las voces de los muertos y los extraterrestres, dijo. Me hablan, me dicen cosas, pero yo no los entiendo. Me hablan de gente que no conozco. ¿Desde cuándo las escuchás? Desde chico. ¿Y tus viejos lo saben? Sí, pero no se puede hacer nada. Yo digo que no las escucho más, sino es peor, se ponen nerviosos y me mandan al médico. Pero, ¿y cómo saben que son los muertos y los extraterrestres los que hablan? Son los mismos, dijo. ¿Cómo, no entiendo? Los muertos y los extraterrestres son lo mismo. No entendí, pero no insistí. ¿Y te da miedo cuando te hablan? No, dijo, miedo no. Es como tener una radio prendida todo el día. Te dan como noticias, pero yo solamente escucho. ¿Hablan del futuro y eso? No, no sé de qué hablan. Pero si me pajeo se van.
Terminé de comer el pancho, me limpié la boca y miré hacia el patio. Estaba lleno de pibes como yo, pero estaban, ahora, lejísimo. Por eso pude hablar, por primera vez. Ahora veo la lógica: podía hablar con Castillo, él estaba acostumbrado a escuchar confesiones extraterrestres. Dije: yo empecé con un sueño, en el que aparecía una mujer metida en un traje de plástico transparente. El traje tenía cierres en distintas partes del cuerpo, en las tetas, en la concha, en el culo. Y ella se abría, cada vez, un cierre distinto. Yo también estaba metido en un traje igual, con un cierre en la pija. Nos besábamos, yo me derretía, o me hacía vapor, algo así, desaparecía yo o desaparecía ella. Después el sueño fue cambiando y una noche apareció un hombre. Parecía amigo de ella, y se sumaba también, con su traje transparente con cierres.
Tragué saliva y seguí.
Y después ella nos besaba a los dos, y nos tomaba de la nuca a los dos y hacía que nos besemos, y nos abría los cierres de las pijas… y se iba. Así empecé a pajearme, con ese sueño de la mujer y luego de los tres, y luego del hombre solo. Lo raro es que no son personas que conozco, no tienen cara. Son los extraterrestres, me dijo Castillo. No tengas miedo, no hacen nada. ¿No te hablan? No, dije.
Pensé: Castillo no entendió que me pajeo pensando en un tipo. Insistí: ahora, cuando me pajeo, automáticamente me aparece el hombre con el traje de los cierres. Él siempre está ahí, dije. Y nos tocamos y todo eso. Incliné la cabeza, como preguntando: ¿se entiende? Esperé su respuesta, pero no dijo nada. Sonó el timbre para volver al aula. Eso nos devolvió a la realidad y a la incomodidad. Caminó hasta el tacho de basura y tiró el resto del pancho, que no había comido. Como hacía siempre, miró al piso, se metió las manos en los bolsillos y dijo, murmurando: Si está siempre ahí y deja que lo toques, y no te habla todo el tiempo, entonces no es extraterrestre. Ese es tu amigo.
Y se fue.
Castillo estuvo en la escuela sólo un par de semanas más. Yo falté ese día, pero me lo contaron. Castillo pidió permiso para ir al baño durante la hora de matemáticas. Como tardó más de media hora en volver, la profesora mandó al preceptor al baño. Tuvieron que forzar la puerta para entrar, y ahí encontraron a Castillo desmayado, sentado en el inodoro, con la pija afuera, congelado en el medio de una paja. Le dieron el pase ese mismo día.
Pobre Castillo y sus pajas embrujadas!
“Si está siempre ahí y deja que lo toques, y no te habla todo el tiempo, entonces no es extraterrestre. Ese es tu amigo.”
Maravilloso.
Guau
Chapeau
Hay en una película (uruguaya un poco under) que se llama “Los días con Ana” un personaje llamado Murdock (me imagino que en honor al loco de Team A) que me parece muy pareció a Castillo. Solo tiene un diálogo en la película y es descacharrante, así como la pregunta ‘sin anestesia’ de tu compañero de clase. Nunca tuve un conocido que escuchara voces así como castillo, pero si un ex que se hacia al menos 4 pajas por día además de lo nuestro, y las usaba tambien para ‘despejarse’ (o des pajearse, según se quiera entender). Me vengo a dar cuenta que en realidad la distancia que distingue un neurótico obsesivo de un psicótico es solo una decena de pajas! jeje
Tal vez a Castillo lo calmaba la paja porque le ralentizaba el cerebro (tenía un síntoma llamado Taquipsiquia, por eso se pajeaba tanto…era demasiado, aún para un adolescente. Y te lo dice alguien que llegó a las 5 ó 6 diarias en sus años teen)
Obviamente es entendible que el pobre pibe se sintiera mal, ya que los padecimientos mentales son medio tabú y generan prejuicios.
Me imagino la escena con Castillo. Me encanta tu forma de decir. Saludos.
Fantastico.